El mal negocio de las independencias hispanoamericanas

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Artículo de LUIS CARLOS GIMÉNEZ BALMORI. Licenciado en Historia Contemporánea y de América por la Universidad de Valladolid. Máster en Comercio Exterior por la Universidad de Valladolid.

Las independencias no fueron la arcadia feliz que los líderes independentistas preconizaban. Si bien es necesario que la política monopolística hispánica no contribuyó especialmente al desarrollo económico de Las Españas de ambos continentes, tampoco ésta fue ajena al devenir internacional y a la política típica del resto de naciones. La reforma borbónica contribuyó al crecimiento y a la expansión comercial y enriqueció a unas élites que, influenciadas por los británicos, creyeron que la independencia sería la solución a todos sus males, cuando no fue más que el peor de los remedios y durante décadas, el motivo de un subdesarrollo y una inestabilidad política que llega a nuestros días.

Plaza de El Zócalo de la ciudad de México en 1803.

La debacle realista en Ayacucho es considerada por la historiografía como un punto y aparte que separa la época Virreinal y las distintas etapas republicanas en los países de Hispanoamérica. Pese a la resistencia de algunos enclaves que permanecieron fieles al Rey de España, y a que las escaramuzas venían desarrollándose en distintas fases y con distinta intensidad desde la invasión napoleónica de la Península y las proclamaciones independentistas de muchas Juntas, aquel 9 de Diciembre de 1824, el Virrey De La Serna firmaba la capitulación del Virreinato del Perú y dotaba de carta de naturaleza a una nueva república, finiquitando formalmente el imperio transcontinental español.

Sin riesgo de equivocarnos, se puede asegurar que las flamantes repúblicas no fueron acogidas con unánime entusiasmo por los pobladores de los hasta entonces territorios españoles en América. Para muchos, una buena mayoría, se sustituía a un Rey lejano geográficamente, por tiranos demasiado cercanos y ávidos de obtener un estatus y unas prerrogativas que hasta entonces eran limitadas por los entes administrativos en los que su Católica Majestad había depositado la administración de sus reinos desde sus albores.

Los Virreyes y gobernadores, cuyo poder estaba regulado de forma temporal y jurídica por estrictas leyes centenarias, y sometido a severos Juicios de Residencia una vez agotado el mandato, ahora sería ejercido por espadones forjados en revoluciones locales y en guerras civiles, y tutelados casi en su totalidad por otras potencias europeas.

Portada del libro del historiador colombiano Pablo Victoria «El Terror Bolivariano».

Tal y como reflexiona Fernando Iwasaki, en su obra Republicanos, cuando dejamos de ser realistas, España y las nuevas repúblicas, como si de siameses separados por cruenta cirugía se tratase, compartirían una misma Historia de inestabilidad, pronunciamientos militares y guerras, con la diferencia de que en España estas se harían invocando al rey o a la reina, y en América a la república.

Las independencias, reconocidas por España muchos años después de su materialización, no supusieron en sí mismas una ruptura de los flamantes países con la España peninsular, tal y cómo sucedió entre los Estados Unidos de América y el Reino Unido en 1783, sino fundamentalmente entre los distintos territorios americanos, que vieron cómo su comercio se hundió y sus economías anduvieron renqueando entre la ruina y la bancarrota durante las primeras décadas de la andadura independiente, al socaire de los vientos que norteamericanos, británicos y franceses soplaban sin pudor, en cumplimiento del objetivo trazado con su explícito apoyo a los movimientos independentistas desde el comienzo.

El 21 de octubre de 1825 escribía Simón Bolívar: “Yo he vendido aquí las minas por dos millones y medio de pesos y aún creo sacar mucho más de otros arbitrios; y he indicado al gobierno del Perú que venda a Inglaterra todas las minas, todas y sus tierras y propiedades y todos los demás arbitrios del gobierno, por su deuda nacional, que no baja de veinte millones”. Para muestra un botón. Los territorios unidos de América pasaban de depender de la Monarquía española, a hacerlo como repúblicas independientes de libertadores que bailaban al son de las naciones extranjeras que habían patrocinado la empresa emancipadora.

A lo largo del siglo XVIII la nueva dinastía había acometido, al albur de las necesidades geoestratégicas del momento, una serie de reformas legislativas que condujeron a una paulatina liberalización del comercio hispanoamericano. Así pues, el monopolio comercial sevillano fue sustituido por el gaditano a principios de siglo, debido entre otras cosas a la más ventajosa situación geográfica del puerto de Cádiz, resguardado, pero con salida a mar abierta, evitando el cada vez más trabajoso ascenso de navíos de gran calado para los que los bancos de arena del Guadalquivir suponían gran peligro.

El aumento del contrabando extranjero, fundamentalmente británico, en las costas de la América Española, obligó a tomar medidas políticas que permitiesen abrir nuevos puertos en la costa del Atlántico y del Pacífico, acabando con el sistema de ferias, flotas y monopolios portuarios que se había mantenido, aunque con reformas paulatinas, desde el siglo XVI.

En 1765, se autoriza el comercio de varios puertos peninsulares con la Isla de Cuba, como evolución de una política comercial que culminará con el Reglamento de Aranceles Reales para el Comercio Libre de España e Indias de 1778. Con este decreto se autoriza el libre comercio desde los más importantes puertos de la Península con la práctica totalidad de los puertos americanos. La Corona es consciente de la necesidad de flexibilizar el comercio, y así lo hace constar en el preámbulo del Decreto: “…Y considerando Yo, que solo un comercio libre y protegido entre españoles europeos y americanos puede restablecer en mis dominios la agricultura, la industria y la población a su antiguo vigor…”. 

El esplendor económico de Hispanoamérica en el siglo XVIII

La segunda mitad del siglo XVIII supone una explosión económica sin precedentes. Un flujo incesante de peninsulares cruza el Atlántico para asentar sus negocios en los nuevos polos económicos surgidos al socaire de la liberalización borbónica. Puebla de los Angeles, Guatemala, Guayaquil, Valparaíso, Buenos Aires, Cochabamba, Arequipa, Jujuy, etc. se convierten en bulliciosas urbes comerciales, en muchos casos afianzando su desarrollo en una especialización, que intercambian mercancías y servicios y establecen sólidas redes de transporte entre ellas, ya sea a través de caravanas de mulas, ya sea utilizando navíos de cabotaje.

Los prósperos industriales llaman a sus familias del otro lado del Atlántico, y se establece en muchos casos una relación endogámica, creando oligopolios comerciales muy localizados geográficamente, llegando a convertirse en un omnímodo poder regional.

En 1799 inicia su mítico viaje a América el geógrafo alemán Alexander Von Humboldt. Llegará a afirmar que el nivel de desarrollo observado en las regiones de la América Española por las que transcurrirá su peregrinar científico es superior al que se observa en la mayor parte de los reinos alemanes, llegando a equiparar el salario de los mineros mexicanos con el de los mineros de su país, y concluyendo que el de los primeros multiplica por seis al de los teutones, y que además los mexicanos eran libres de trabajar para un empresario minero u otro, algo que no sucedía con los centroeuropeos.

La invasión francesa de España y la voladura del Imperio Español

Cuando en 1808 los franceses invaden España, comienzan una serie de inestabilidades que culminarán en Ayacucho diez y seis años después. El caos institucional que cunde en la Península merced a la Abdicación de Bayona, se traslada a América tan pronto como llegan las noticias. Hay temor a una invasión francesa con una flota, por lo que los cabildos locales se transforman en juntas, tal y cómo ha sucedido en Europa.

Se proclama de forma unánime a Fernando VII sin reconocerse su abdicación, pero el malestar americano se materializa en el momento en que llegan instrucciones de someter las juntas locales constituidas a la obediencia de la Junta Central Peninsular. Se considera que la única obediencia de los cabildos americanos se debe al secuestrado monarca o a las autoridades nombradas por este para sustituirle, y no a una determinada Junta que se atribuye la potestad de tutelar a las surgidas al otro lado del Océano. Los agentes británicos instigan a la revuelta en Buenos Aires y esta prende la mecha por todos los territorios españoles de América con mayor o menor virulencia.

Si bien estos movimientos insurreccionales tuvieron un objetivo inicialmente de defensa de la autonomía de las instituciones locales, no tardarían en pretender el sometimiento de estas a una superior situada en la capital virreinal. El germen de la independencia se extendía inexorablemente.

Las consecuencias económicas de las independencias

Estos movimientos secesionistas conllevarían consecuencias económicas y sociales que aún hoy en día perviven dramáticamente. La conciencia de ello, condujo a muchos comerciantes de origen peninsular y criollo, a acaudillar partidas realistas que combatieron tenazmente a las tropas independentistas. Eran conscientes de que estos movimientos terminarían con un mercado único y emergente del que dependían sus negocios.

Como ejemplo de estos, tenemos los casos de Quintanilla y de Olañeta, que han pasado a la Historia por ser dos de los jefes militares que desobedecieron la Capitulación de Ayacucho y mantuvieron una resistencia numantina de meses, el primero en el Archipiélago de Chiloé y el segundo en la Audiencia de Charcas (Altiplano de Bolivia). Quintanilla se dedicaba al comercio de cabotaje entre los puertos chilenos y el de El Callao, y Olañeta a la cría de mulas en la vertiente oriental Andina, en la actual provincia argentina de Jujuy. 

Una de las consecuencias de las independencias es la pérdida del comercio con Asia a través de Filipinas, que seguiría formando parte de España hasta 1898.

Es evidente una gran y general falta de iniciativa en los emprendedores de la época. Mayoritariamente se dedicaron al comercio de mercancías y en ningún caso a su transformación. Aquella bonanza comercial acabó por no afianzar un cimiento industrial. Solo el sector primario otorgaba algo de valor añadido a los productos que cultivaban, criaban o extraían, pero nadie se preocupaba de transformar seriamente los mismos.

Así pues, por ejemplo, el flamante Virreinato de Río de la Plata, era el mayor productor de ganado de América, pero exportaba sus cueros de calidad a Francia e Inglaterra, dónde se convertían en, por ejemplo, sillas de montar que eran de nuevo introducidas en América a través de los mismos comerciantes que habían vendido la materia prima.

Los agentes comerciales británicos y franceses en Buenos Aires trabajaban de forma activa para evitar ese desarrollo industrial, proteger su industria nacional y mantener clientes dependientes. Esta política acabará a la larga por pasar factura al desarrollo futuro de las repúblicas americanas, ya que Inglaterra será el principal financiador de las guerras secesionistas y asfixiará a las nacientes repúblicas, de forma que dirigirá su política comercial en la línea más ventajosa para ella y sus intereses.

Cerro Rico de Potosí. Grabado del siglo XVIII.

Las guerras no solo supusieron un descalabro económico y comercial, sino que propiciaron la fuga de capitales hacia la Península. Buena parte de los comerciantes peninsulares con negocios en América, o criollos con contactos en Cádiz, optaron por ponerlos a salvo ante la incertidumbre generada por las independencias. Como dato, de los 27 millones de reales cargados por buques británicos en Perú entre 1819 y 1825, una parte iba destinado a comerciantes británicos como pago de sus transacciones con empresarios locales, otra parte iba al erario peninsular y la mayoría era capital procedente de particulares que lo trasladaban a la Península para protegerlo de la creciente inestabilidad.

Esta salida de capitales redujo la cuantía de numerario (dinero en circulación), y eso repercutió en una desmesurada subida de los intereses de préstamo. Fermín Toro, político venezolano, lamentaba en 1845 que los intereses en época española a los plantadores de café eran de un 5% anual, mientras que tras la independencia, este había pasado a ser de un 1 o 2%…¡mensual!.

Trasladando estas cifras al sector público, podemos hacernos una idea de la situación de bancarrota a la que se tuvieron que enfrentar los líderes secesionistas tras las capitulaciones realistas. Tenían una deuda desmesurada con Inglaterra por sus ayudas durante el conflicto, y carecían de un sector privado que pudiese financiar al desarrollo de las nuevas repúblicas.

Paradójicamente, los principales productores de plata mundiales (Perú y México), vieron cómo tras la independencia de sus territorios, fueron incapaces de llevar a cabo eficientes tareas de extracción. España había desarrollado un sistema de extracción y elaboración muy eficiente, basado en el traslado desde las peninsulares minas de Almadén de ingentes cantidades de azogue, el mercurio necesario para hacer más productivo el proceso de obtención de plata pura.

La Corona, a través de barcos de la Real Armada, o utilizando barcos mercantes contratados, hacía llegar a los principales puntos de extracción del mineral (Altiplano Andino y minas mexicanas) las cantidades necesarias de mercurio peninsular. La inestabilidad independentista conllevó, como en la práctica totalidad de los negocios, la salida de los capitales rumbo a la Península, y el abandono de unas explotaciones mineras que las nacientes repúblicas fueron incapaces de poner a funcionar y hacer productivas.

Ya hemos visto anteriormente qué es lo que proponía el “libertador” Simón Bolívar hacer con las minas peruanas, que no era otra cosa que venderlas a Inglaterra para que esta, utilizando su ingente capital, pudiese ponerlas de nuevo en funcionamiento. Sus recomendaciones a terceros, las puso él mismo en práctica, y así se muestra partidario de convertir en efectivo sus inversiones personales en negocios mineros y trasladar el capital a Inglaterra para invertirlo a plazo, en vez de explotarlo. Todo un alarde de patriotismo.

La llegada de la independencia puso de manifiesto la falta de realismo de sus artífices, y más aún, de las potencias que la financiaron. Habían pensado que el monopolio comercial español, extendido durante más de 300 años, había amordazado a un mercado ávido de mercancías y deseoso de consumir. El mercado no era infinito y casi de forma inmediata llegó la saturación. Ingentes cantidades de mercancías, importadas en condiciones de crédito a intereses descabellados comienzan a deteriorarse en los almacenes, sin compradores dispuestos a consumirlas. Esto conlleva que hubiese que proceder a venderlas a precios más bajos de los de adquisición y arruinar a cientos de comerciantes por todo el continente, muchos de ellos de origen británico.

El comerciante español había levantado su negocio poco a poco y reinvertido los réditos de la actividad comercial en tierras y minería, convirtiéndose así también en exportador. El comerciante surgido de la secesión, o el británico instalado en América al albur de la entelequia libertadora, se ve obligado a recurrir a su proveedor europeo para financiarse y así acabar por ser comisionista de este. Pasan de comerciantes a agentes comerciales.

Aunque existen sin duda factores comunes del deterioro económico que supusieron las independencias americanas, las distintas áreas geográficas y políticas en que estaba dividido el territorio Hispánico sufrieron de forma diferente el impacto. Jaime Rodríguez, de la Universidad Irvine de California, califica al proceso independentista mexicano en términos económicos como de decadencia. 

Es interesante el dato que aporta sobre las rentas per cápita comparativas de Inglaterra, Estados Unidos y el Virreinato de Nueva España en 1800. Estas fueron de 196, 165 y 116 pesos respectivamente. Aunque pueda parecer una diferencia considerable, teniendo en cuenta el alto porcentaje de población indígena que existía en México, y la situación de atraso en que vivía parte de ella, los datos son más que óptimos. De 25.000.000 de pesos anuales de plata producidos en México durante los años previos a la independencia, se pasó durante los cinco años posteriores a una producción media de 9.500.000, no llegándose nunca más a alcanzar el nivel de producción español. La inestabilidad política, con golpes de estado continuos y una errática política arancelaria hicieron el resto.

España trató de recuperar México con un frustrado desembarco en Tampico en 1829, a raíz del cuál, se recrudece en la República la “caza” del español iniciada en 1827 y que genera el cierre de cientos de establecimientos comerciales y una huida generalizada de capitales a la Isla de Cuba, corazón económico del Caribe a partir de entonces.

Con la independencia de México el Virreinato de la Nueva España no sólo acabará fragmentado, y perderá el comercio con Filipinas, sino más que la mitad del territorio del nuevo país acabará en manos de Estados Unidos en 1848, la práctica totalidad del oeste de ese país actualmente.

La tragedia mexicana se acrecentará a partir de la guerra civil de 1836 y de la pérdida de enormes extensiones de territorio conquistadas por los Estados Unidos de América. La situación de permanente bancarrota se agravó con una pésima política comercial basada en el proteccionismo y en la aplicación de aranceles prohibitivos a las importaciones. Es tal el peso de este ingreso para las arcas republicanas, que entre 1825 y 1845 supuso un 44% del total de ingresos del Estado, llegando a un 61% en 1880. El comercio con España prácticamente desaparece a raíz de las hostilidades entre ambos países. Tal fue el efecto negativo para la economía mexicana de la expulsión de los peninsulares entre 1827 y 1836, que aquellos estados en los que más peso tenía la actividad ejercida por los españoles, trataron de escamotear su aplicación.

No fue distinto lo sucedido en el extremo sur del continente. La importancia de la cría ganadera en Argentina era tal, que previa la independencia, un importante funcionario de la Administración Virreinal, Antonio Carrió de la Vandera, aseguraba en su correspondencia que “se puede decir que las mulas nacen y se crían en las campañas de Buenos Aires, se nutren y fortalecen en los potreros de Tucumán y trabajan y mueren en el Perú”. 

Esta especialización, y la existencia de un inmenso mercado andino, hacían de la actividad ganadera un lucrativo negocio que la independencia puso en serias dificultades. No es de extrañar que los principales criadores de ganado de Tucumán acabasen convirtiéndose en destacados caudillos de partidas realistas durante el conflicto secesionista.

A esto añadiremos el peso económico regional que obtuvo Buenos Aires con la creación del Virreinato del Río de la Plata, y el paso a su dependencia administrativa del Altiplano andino y sus minas de plata. La plata boliviana pasó de ser transportada y cargada en puertos del Pacífico, a ser trasladada a Buenos Aires y suponer un 70% del valor de las mercancías que se cargaban en este puerto. La independencia acabó con los cargamentos de plata y arruinó al sector de cría de Jujuy y Salta.

Los ingleses quisieron cobrarse su influencia controlando el comercio del sur americano y estableciendo áreas de libre comercio y navegación, para las que la naciente república rioplatense suponía una amenaza, propiciando la creación de Uruguay y conduciendo a la guerra con Brasil.

Puñal gaucho de Argentina en el siglo XIX.

Sucedería lo mismo en el antiguo Virreinato del Perú. El abandono de las minas, el cierre de los mercados interamericanos y la saturación del mercado con productos británicos llevaría a décadas de atraso y decadencia. Solo el descubrimiento del poder fertilizante del guano y la explotación salitrera en el sur de Perú y norte de Chile, supondrán un despegue económico, pero a la vez una serie de graves conflictos con las nuevas naciones vecinas.

Las independencias no fueron la arcadia feliz que los líderes independentistas preconizaban. Si bien es necesario reconocer que la política monopolística hispánica no contribuyó especialmente al desarrollo económico de Las Españas de ambos continentes, tampoco esta fue ajena al devenir internacional y a la política típica del resto de naciones. La reforma borbónica contribuyó al crecimiento y a la expansión comercial y enriqueció a unas élites que, influenciadas por los británicos, creyeron que la independencia sería la solución a todos sus males, cuando no fue más que el peor de los remedios y durante décadas, el motivo de un subdesarrollo y una inestabilidad política que llega a nuestros días.