Artículo de JOSEP BERNABEU MESTRE. Catedrático de Historia de la Ciencia de la Universidad de Alicante y autor del ensayo Pandèmia. Quan el passat és el pròleg del futur (Edicions del Bullent, 2022).
La situación actual de la pandemia invita a pensar que el mal sueño que nos ha acompañado en los últimos años ya se ha acabado y que toca pasar página. Ahora tenemos otras urgencias, como la guerra de Ucrania o la crisis energética y alimentaria, pero no nos podemos engañar. Si finalmente somos capaces de dejar atrás la etapa pandémica y el coronavirus de la COVID-19 adquiere la condición de endémico, como ocurre con la gripe común, conviene no olvidar que ha pasado. Deberíamos aprender de lo ocurrido y aprovechar las ventanas de oportunidad que suelen acompañar a las crisis.
Nos encontramos ante una pandemia que pudimos evitar o al menos mitigar sus efectos. En septiembre de 2019, la Organización Mundial de la Salud y el Banco Mundial, hacían público un informe dónde bajo el título de Un mundo en peligro, advertían de la posibilidad de una crisis como la que estalló unos meses después. No era la primera vez que se hacían este tipo de advertencias, pero a diferencia de lo ocurrido con la neumonía asiática de 2003, la gripe aviar de 2009 o los brotes de Ébola de 2014-2016, se cumplieron los peores de los presagios.
¿Si sabíamos que podía pasar, porque no lo evitamos? Contestar plenamente a la pregunta requeriría de un tiempo y un espacio que sobrepasa el objetivo de esta colaboración. Aun así, sí que parece oportuno recordar que los esfuerzos y los recursos que hemos dedicado y estamos dedicando a paliar los efectos de la pandemia, son muy superiores a los que requerían las acciones preventivas que la hubieran podido evitar.
Una de las primeras lecciones que tenemos que extraer, es la de recuperar y fomentar la cultura de la prevención y de la salvaguarda de los intereses comunes a toda la humanidad. La actual pandemia es un episodio más en el rosario de enfermedades infecciosas emergentes –nuevas infecciones de naturaleza vírica, bacteriana o parasitaria– que han aparecido desde la década de 1970.
La irrupción de la pandemia del SIDA en los años ochenta, fue el primer gran aviso. Detrás de todas estas patologías hay un conjunto muy amplio de posibles causas. La pobreza, las desigualdades y un modelo de desarrollo socioeconómico poco o nada sostenible, aparecen como las más destacadas.
Desde hace más de cincuenta años, la comunidad internacional ha intentado abordar muchas de estas problemáticas. Pero una vez y otra, agendas desarrollo como la de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, o más recientemente la Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, han fracasado o están en camino de hacerlo. A la falta de compromiso de la mayoría de los países, se tiene que añadir el no asegurar los recursos que se precisan para llevarlas a cabo.
La pandemia que todavía estamos sufriendo debería de servir de revulsivo y cambiar la ineficacia que hasta ahora han mostrado este tipo de iniciativas. Los ciudadanos y ciudadanas tenemos que ser más proactivos y presionar a nuestros gobiernos. Tenemos que conseguir que todas las políticas, y en particular las de desarrollo dirigidas a los países más desfavorecidos, estén basadas en el cumplimiento efectivo de los derechos humanos.
Si de verdad queremos prevenir futuras pandemias hay que transformar el sistema económico mundial. Hay que rectificar el modelo de desarrollo que nos ha llevado al fenómeno del cambio climático y otros que están detrás de la COVID-19 y del resto de enfermedades infecciosas emergentes. Esto comporta cambios importantes tanto en el ámbito económico, como en el político y el cultural.
Tenemos que modificar la forma de interrelacionar con la naturaleza, cambiar los hábitos de vida y de consumo y asumir que el progreso solo tendrá sentido si resulta sustentable, es decir, en la medida en que no hipoteque las posibilidades de las futuras generaciones.
Se trata de propuestas de medio y largo plazo, que requieren de una acción global, pero también de iniciativas locales y compromisos individuales, que contemple los parámetros de una única salud (One Health) –humana, animal y medioambiental–. Cómo recordaba el intelectual valenciano Joan Fuster, la política o la haces o te la hacen. Es una buena razón para pedir a nuestros políticos que reaccionen, que rectifiquen si lo tienen que hacer, que escuchen la voz de los expertos y que actúen con sentido común. La historia nos enseña que es reforzando el sector público como podemos superar pandemias como la que nos está tocando vivir.
Ahora, más que nunca, necesitamos de más Estado para garantizar a toda la población, y en particular a los más vulnerables, la cobertura digna de sus necesidades. De manera más inmediata y próxima, deberíamos de empezar para corregir todas aquellas carencias que ha puesto de manifiesto el coronavirus y buscar las alternativas más sostenibles.
De hecho, la segunda de las lecciones que hay que extraer, es la de mejorar en capacidad de autocrítica y hacer las correcciones que corresponden. La COVID-19 ha sido denominada la pandemia de la desigualdad. Una circunstancia que ha marcado tanto los efectos de la crisis sanitaria, como la económica, social e incluso, política y cultural que ha supuesto la irrupción del coronavirus y sus variantes. Gestionar una situación como esta era y es complicado. De aquí la importancia de arbitrar mecanismos de evaluación que de manera objetiva e independiente, ayudan a identificar que se ha hecho bien y que se ha hecho mal. Un asunto que continúa pendiente y que no podemos cerrar en falso.
Así, en referencia a ámbitos sociosanitarios como el español, habría que preguntarse: ¿Dónde está el debate que deberían de generar los informes de los expertos que se supone que han evaluado o están evaluando la gestión de la crisis? ¿Cuándo tiempo tiene que transcurrir para que el sistema sanitario recobre el pulso? ¿Cuándo asumiremos y haremos efectivas las reformas que necesitan la atención primaria y los servicios de salud pública? ¿A que estamos esperando para adaptar la normativa jurídica y sanitaria a situaciones de crisis como la que hemos tenido que soportar y todavía estamos padeciendo? ¿Estamos respondiendo como es debido al problema que representa el síndrome de la COVID-19 persistente que sufren muchas de las personas que han superado el primer impacto de la enfermedad y continúan con secuelas que menguan su salud y calidad de vida?
Estas son algunas de las cuestiones que estaría bien que pudiéramos responder lo antes posible, pero hay otros temas de fondo a los que también deberíamos de estar haciendo frente. Las personas con patologías previas y las más vulnerables han sido las más afectadas por la pandemia. La COVID-19 nos ha mostrado la otra cara del envejecimiento. Personas que viven más años, pero con una importante carga de enfermedad evitable. De aquí la importancia de mejorar en materia de educación y promoción de la salud. Se tiene que asegurar que todo el mundo pueda tener las mismas oportunidades de disfrutar de unas condiciones y estilos de vida que resultan saludables. Si aprovechamos la oportunidad de resolver los retos socio-sanitarios que acabamos de mencionar, nuestro sistema de salud saldrá reforzado y mejorado con la mirada preventiva como eje vertebrador.
La pandemia nos ha recordado la importancia de tener presente a la salud en todos los ámbitos. Por eso hay que desarrollar actividades sociales orientadas a generar aquellas intervenciones que permiten transformar, en un sentido favorable para la salud, las condiciones medioambientales, laborales o de vida. Está muy bien reclamar cordura y colaboración a la ciudadanía, pero también resulta oportuno recordar que la responsabilidad individual se tiene que completar con la responsabilidad social. Los ciudadanos no son los responsables únicos de su salud, sobre todo cuando no disponen de los medios para hacerlo, como se ha podido comprobar a lo largo de toda la crisis y de forma particular durante los confinamientos.
Como ya se ha indicado, con la irrupción del coronavirus se han hecho más evidentes las desigualdades. Nos lo muestran los datos de mortalidad y la distribución de los casos de COVID-19, también los indicadores socioeconómicos que nos ayudan a medir el impacto de la pandemia. Las colas del hambre, por ejemplo, han puesto de manifiesto el fracaso de una sociedad incapaz de garantizar un derecho tan básico como el de la alimentación.
Más allá del impacto mediático que han tenido estas imágenes, tenemos que acabar con este y otros intolerables sociales y garantizar el acceso universal a una alimentación de calidad, segura, saludable y sostenible. Y esto comporta ir hacia un modelo alimentario basado en el principio de la economía social y solidaria, la soberanía alimentaria, y la producción y el consumo de proximidad.
También, conseguir, a través de la educación en alimentación, nutrición, habilidades culinarias y gastronómicas, consumidores críticos e informados. Estaría bien aprovechar la oportunidad para reorientar hacia la sostenibilidad a los diferentes sectores de la actividad socioeconómica y hacerlo en los términos que acabamos de mencionar a propósito de la problemática alimentaria.
La percepción de la vulnerabilidad, ha sido otra de las cuestiones que ha modificado la pandemia. Nos ha hecho sentirnos más desprotegidos, pero esto debería de servir para que le demos importancia a todo aquello que merece la pena y priorizar todas las acciones que pueden ayudar a reducirla. Como ya pasó en anteriores crisis epidémicas, si algo deberíamos de haber aprendido, es que hay que priorizar la salud. Cuando no lo hemos hecho así, las consecuencias han sido más graves tanto en el ámbito sanitario, como al socioeconómico. Solo salvaremos la economía si salvamos la salud. ¿Qué sentido tiene la vida sin la salud?
Tenemos todo el conocimiento y los recursos necesarios para hacerlo. Si queremos, podemos. La capacidad de reacción del mundo científico, al poner a nuestro alcance en un tiempo récord las vacunas, es un ejemplo. A pesar de que nos tiene que hacer pensar, porque ahora sí que ha sido posible y por el contrario hemos avanzado muy poco en la investigación de las que pueden hacer frente a problemas de salud como el paludismo o el SIDA.
Cuando el problema afecta en el primer mundo no hay límites en las inversiones, cuando son los países más pobres los que sufren el problema, faltan los recursos.
La respuesta está en la cobertura desigual que han tenido las vacunas. Mientras ha habido un exceso de oferta en los países más desarrollados, no se ha podido cubrir la demanda en el resto. Nos encontramos ante la misma brecha de desigualdad que rodea todos los esfuerzos que se hacen en materia de investigación y búsqueda de tratamientos. Cuando el problema afecta en el primer mundo no hay límites en las inversiones, cuando son los países más pobres los que sufren el problema, faltan los recursos. Ocurre, sin embargo, que hasta que no asumamos el objetivo de salud para todos, volveremos a sufrir pandemias como la del coronavirus.
No nos podemos quedar en las políticas de consecuencias e intentar abordar los efectos más inmediatos de la pandemia, tenemos que implementar auténticas políticas de causas que aborden los determinantes que como apuntábamos al inicio, explican su aparición y que no son otros que las desigualdades, la pobreza y el modelo de desarrollo socio-económico que lejos de reducirlas, las incrementa y perpetua, además de favorecer fenómenos como el del cambio climático.
Tenemos que aprender de lo ocurrido, intentar no volver a cometer los errores que nos han llevado a la situación actual y evitar la aparición de nuevas pandemias. Se trata de conseguir que el pasado no vuelva a ser el prólogo del futuro. Lo tenemos que hacer, además, porque ese es el mejor homenaje que podemos brindar a quienes nos han dejado y la forma más solidaria de acompañar a quienes sufren los efectos directos e indirectos de la COVID-19.