Prof. Dr. Jorge Chauca García. Área de Didáctica de las Ciencias Sociales. Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga
Siguiendo rutas americanas por la España meridional pasamos de la Montilla del Inca Garcilaso a la Córdoba de los virreyes, esto es, del Siglo de Oro a la Ilustración hispánica. Y lo hicimos en la misma compañía, la mejor posible, siempre granadina. Esta ciudad cordobesa recuerda la memoria de dos virreyes del viejo Imperio Español: los de Antonio Caballero y Góngora, y los del Conde de Superunda.
Desde la Universidad de Málaga emprendimos una ruta indiana más. Tras Macharaviaya, Sevilla y Montilla, vino Priego. Profesor y alumnado disfrutaron de una gran jornada, pletórica de recuerdos y abundante en afectos. Mi agradecimiento a todos ellos y, muy especialmente, a nuestra cicerone. Estos fueron sus resultados cumplidos, a continuación veamos sus aprendizajes en apretada síntesis.
El siglo XVIII fue generoso en virreyes que dejaron una impronta duradera en Indias. Su meritoria gestión hizo de muchos de ellos nombres señeros en el distrito bajo su mando. Felizmente son recordados allá y también acá, en sus localidades natales o donde reposan eternamente sus cenizas tras años de leales servicios a su monarca.
El Fénix de los Ingenios sentenció en El mejor alcalde, el rey la siguiente reflexión, muy oportuna a los tiempos presentes: “Es traidor todo hombre que no respeta a su rey, y que habla mal de su persona en su ausencia”. Aquellos hombres cruzaron el Océano Atlántico y sirvieron con desvelo a la tierra que los acogió y a la Corona que los envió en su servicio. Priego de Córdoba guarda la memoria de dos de ellos que siguieron el sabio consejo de Lope de Vega: la fidelidad al proyecto de la Monarquía Hispánica en ambos hemisferios.
El conde de Superunda es respetado en el Perú actual. Y lo es por méritos propios y por justicia histórica. Triunfó, como indica su título, sobre las olas gracias a sus trabajos de reconstrucción de El Callao y de Lima tras el devastador terremoto de 1746.
José Antonio Manso de Velasco permanece en la Ciudad de los Reyes, en los pasillos de su Palacio Arzobispal que conducen a su archivo histórico. Pero también descansa en Priego, en una magnífica metáfora de aquel imperio de sendos mundos. La iglesia conventual de San Pedro, de los frailes franciscanos descalzos, es su postrera morada. Una severa losa así lo recuerda a la entrada de la capilla de la cofradía de Nuestra Señora de la Soledad.
Del destierro a la rehabilitación, como tantos héroes de España que aguardan en los vetustos libros de Historia recuperar el orgullo que fue y debe volver a ser. “Aquí existen las cenizas”, reza la lápida. No imagino otra civilización más que la hispánica que pueda aunar la vida y la muerte de forma más armónica.
Entre los documentos de su Relación de Gobierno figura la Instrucción que contiene unas palabras que bien pudieran resumir la colosal obra de los españoles en el Nuevo Mundo: “[…] y será mayor la conquista de un misionero que la que pueda hacer un numeroso ejército, pero esto es obra de Dios y no de los hombres”. Baste la cita por su relevancia y sabiduría.
El arzobispo Antonio Caballero y Góngora fue virrey del Nuevo Reino de Granada tras un acreditado cursus honorum indiano. Supo gobernar y lo hizo con acierto frente a insurrecciones y la administración de la felicidad pública, como gustaban llamar los ilustrados.
El macharatungo ministro de Indias José de Gálvez escribió a la Real Audiencia de Santa Fe en los siguientes laudatorios términos sobre el prieguense: “[…] este dignísimo prelado movido únicamente por los esfuerzos de su celo apostólico se presentó en los lugares conmovidos, sufrió con heroica paciencia los insultos de una plebe desenfrenada, preservó esa capital de la desolación con que ella la amenazaba, y con sus ruegos y eficaces persuasiones consiguió al fin disipar los tumultos”.
Mecenas, erudito, misionero y de amplias ambiciones sociales, dejó una huella inmaterial y también material, como bien puede comprobarse en la parroquia de la Asunción, joya del barroco hispano en una localidad que resulta un museo en sí misma. Teatro patrimonial de excepción.
Uno y otro, deben ser rescatados del olvido. La malagueña María Zambrano lo advirtió certeramente: “¿A qué negar que los españoles, vueltos de espaldas, como estábamos, a nuestro propio ser, lo estábamos también hacia América? Así era, y, por otra parte, una amarga leyenda rodeaba nuestro nombre allá […] América era siempre y sobre todo eso: horizonte de España”. Recuperemos la verdad que nos une, sin desaliento y sin arrogancia, pero con valentía. Nuestro Cervantes, por boca de su inmortal Don Quijote, lo clamó con pasión: “Bien podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible”. Vale.
Seguiremos recorriendo los caminos que nos unen en el compartido proyecto histórico de la Hispanidad. Y lo haremos, como siempre, desde la Historia y en la mejor de las compañías posibles.