Artículo de Miguel Molina Martínez. Catedrático de Historia de América en la Universidad de Granada.
La Era de los Descubrimientos abarca un fructífero periodo histórico que cronológicamente recorre los siglos XV y XVI y cuya característica fundamental viene dada por la profunda revolución que se produjo en el ámbito de la navegación y la transformación de la imagen que se tenía del globo terrestre. El alcance de semejantes cambios permitió la toma de conciencia de la verdadera naturaleza del planeta, su pluralidad humana y cultural, así como la configuración de una acelerada red de intercambios a nivel mundial.
No sin argumentos, más recientemente los historiadores vienen refiriéndose a esa época como la de la primera globalización. Fue la conquista de Ceuta en 1415 por los portugueses la que desencadenó tan fructífera etapa, abriendo un nuevo horizonte en la historia de la navegación.
El mar se convirtió en la base del progreso
El mar dejó de ser aquel espacio cerrado en torno al cual giró la civilización occidental desde la Antigüedad para erigirse como base de progreso, fuente de conocimiento y vínculo de relación entre los pueblos. El “mare nostrum” mediterráneo cedió su protagonismo al “mare magnum” oceánico, tan temido como imprescindible para percibir la certera realidad del orbe. En definitiva, el mar ya no fue barrera sino medio de unión e intercambio.
La Era de los Descubrimientos no puede entenderse sin la trascendencia de lo marítimo y, paralelamente, sin la osadía de los navegantes y sin la ciencia y el instrumental náutico que hicieron posibles las expediciones. Aquel tiempo presenció la irrupción de la versátil carabela, la publicación de numerosos tratados de cosmografía y astronomía o el desarrollo de la disciplina cartográfica con todo su poder visual y político. Fue un tiempo a caballo entre lo medieval y lo renacentista, caldo de cultivo de avances irreversibles, nuevos modos de pensar y grandes retos económicos y mercantiles.
Portugal y Castilla lideraron la carrera por el control de los mares
Portugal y Castilla lideraron una vertiginosa carrera por el control de los espacios marítimos, haciendo valer su situación estratégica atlántica y una larga experiencia de navegación. Tras la caída de Constantinopla en 1453 bajo el poder otomano y el colapso de las tradicionales vías de comercio con Oriente, lusos y castellanos rivalizaron en la búsqueda de rutas alternativas que volvieran a conectar con aquellos apreciados mercados.
Tienen pleno sentido las palabras con que Stefan Zweig comienza su biografía de Fernando de Magallanes, “En el principio eran las especias…”, porque, en efecto, tan demandados y valiosos productos estuvieron detrás de ese gigantesco esfuerzo marítimo. Pero no solo fueron factores de índole económica los que impulsaron estas expediciones.
La nueva realidad política, encaminada hacia el fortalecimiento del poder real en detrimento de los viejos señoríos feudales y concretada en lo que sería el Estado moderno, resultó decisiva. Las nuevas monarquías nacionales estuvieron abiertas a proporcionar soporte institucional y económico a estos viajes, siempre animadas por los deseos de ampliación de sus dominios y de riqueza.
El afán de difundir la cristiandad y los avances científicos
El impulso religioso y el afán de difundir la cristiandad por todos los lugares de la tierra son otra clave para entender la efervescencia y dinamismo de los descubrimientos y la ampliación del mundo conocido. Finalmente, nada hubiera sido posible sin el papel determinante que desempeñaron la ciencia y la técnica. Los saberes antiguos cobraron nueva actualidad a la luz de la escolástica y el humanismo renacentista. La herencia grecolatina cobró vida, gracias a la imprenta, en sucesivas ediciones de las obras de Eratóstenes, Ptolomeo, Marino de Tiro, Estrabón, etc.
A ello se sumó una ingente literatura científica con avances decisivos en ramas como la astronomía, la cosmografía, la geografía, la cartografía o la náutica. La creación de la Casa de la Contratación en 1503 en Sevilla impulsó la generación y divulgación de todos estos conocimientos. Como ya señaló Julio Guillén Tato, Europa aprendió a navegar en libros españoles.
Imposible no reconocer la labor realizada por personajes de la talla de Martín Fernández de Enciso (Suma de Geografía, 1519); Alonso de Chaves (Espejo de navegantes, 1538); Pedro de Medina (Arte de navegar, 1545. Regimiento de navegación, 1563); Jerónimo Chaves (Repertorio de los tiempos, 1551); Juan de Escalante (Itinerario de navegación, 1575) y tantos otros que con sus trabajos revolucionaron “el arte de navegar”.
Junto a ellos, los pilotos. Los responsables de conducir la nave desde el puerto de salida al de destino y, por lo mismo, hombres de gran experiencia práctica y conocimientos teóricos. Capaces de saber interpretar las sensaciones que les procura el mar y de poder resolver cada situación a la luz de la ciencia. Expertos en el manejo de todo cuanto la navegación requería para concluirla con éxito (fijación del rumbo, cálculo de las distancias, latitud, longitud), precisos en el uso de lo que la nueva tecnología ponía a su servicio.
La expansión lusa, ruta africana hacia Oriente
El infante Enrique de Portugal (Enrique el Navegante) sentó las bases de la expansión lusa controlando los archipiélagos de Azores, Madeira y Cabo Verde al tiempo que fue perfilándose la ruta africana hacia Oriente.
Sucesivamente las naves portuguesas superaron el cabo Bojador (1434) y, ya en tiempos de Juan II, alcanzaron el cabo de Buena Esperanza al mando de Bartolomé Díaz (1478), facilitando el camino al océano Índico y luego a Calicut (India) en 1498 con la expedición de Vasco de Gama.
Castilla, apuesta por el viaje de Colón
Por su parte, Castilla se aseguró la posesión de las Canarias frente a las pretensiones portuguesas mediante el Tratado de Alcaçovas (1479), ratificado dos años más tarde por la bula Aeterni Regis. Tras el fin de la guerra de Granada en 1492, los Reyes Católicos reanudaron la política ultramarina con su apoyo al temerario proyecto de Cristóbal Colón, quien pretendía llegar al Extremo Oriente por la ruta de Occidente.
Contra todo pronóstico, el viaje deparó el hallazgo de tierras distintas a las del anhelado Catay y Cipango y en pocos años se revelaron como un escenario continental inédito. La rivalidad hispano-portuguesa por el dominio de las nuevas islas y tierras descubiertas requirió primero de la mediación del papa Alejandro VI (bulas Inter Caetera I y II, Eximiae Devotionis y Dudum Siquidem, 1493) y luego de los propios litigantes con el Tratado de Tordesillas (1494).
A espaldas del nuevo continente Núñez de Balboa se topó en 1513 con las aguas del océano Pacífico, cuya navegación hasta las islas del Extremo Oriente afrontó la expedición de Magallanes-Elcano y culminó este último en 1522 cuando regresó a Sanlúcar de Barrameda, tras circunnavegar la Tierra. Una nueva realidad geográfica terminó imponiéndose a medida que se perfilaban litorales y se incursionaba tierra adentro. Adam Smith supo valorar tamaño esfuerzo al concluir que “el descubrimiento de América y el del paso hacia las Indias orientales a través del cabo de Buena Esperanza son los acontecimientos más grandes y más importantes registrados en la historia del género humano”.
Contribución de la cartografía a la conquista a los océanos
La cartografía contribuyó de forma excepcional a visualizar la magnitud de tales cambios hasta el punto de ser considerada como el acta notarial de un mundo en continuo crecimiento. El Padrón Real que celosamente acometió la Casa de la Contratación sobre la base de las novedades que deparaban los viajes descubridores es la mejor expresión de un mundo que se iba fabricando de forma vertiginosa. La construcción de una imagen en constante diseño.
Al comienzo de la Era de los Descubrimientos la imagen del globo terráqueo se resumía en tres masas continentales (Europa, Asia y África) organizadas en torno al mar Mediterráneo. Al final del periodo, dos nuevos océanos (Índico y Pacífico) y otro continente (América) deparaban una imagen radicalmente diferente.
Para percatarse del camino recorrido basta confrontar el mapa de Ptolomeo, divulgado en Europa a partir del último tercio del siglo XV, con la revolucionaria cartografía salida de la misma Casa de la Contratación sevillana o de los talleres de Mercator y Abraham Ortelius a lo largo del Quinientos.
Con ser bastante, la Era de los Descubrimientos es mucho más que una singular historia de descubrimientos geográficos y espectaculares travesías marítimas. No pueden obviarse las consecuencias de una globalización que conectó pueblos, culturas y formas de organización tan diferentes entre sí.
El primer mercado global y el germen del derecho internacional
Sorprende, en primer lugar, la magnitud planetaria de los intercambios comerciales y lo que las flotas de Indias o el galeón de Manila contribuyeron al nuevo modelo mercantil mundial. Aquella globalización, no obstante, tuvo otras manifestaciones igual de importantes y transcendentes.
Repárese en la ejemplar y única controversia que durante la primera mitad del siglo XVI protagonizaron teólogos, filósofos y religiosos de la España de aquellos años sobre la naturaleza del indio americano, sobre la legitimidad de la ocupación de aquellos territorios o sobre la licitud de las guerras de conquista. Controversia que removió las conciencias de aquellas generaciones y que llega hasta nuestros días, pues de ella derivan el Derecho Internacional y la toma en consideración de los derechos humanos. Figuras como Bartolomé de las Casas, Juan Ginés de Sepúlveda, Francisco de Vitoria o la misma Escuela de Salamanca son hoy referentes indiscutibles de un debate singular que traspasó fronteras.
Unión de culturas y difusión del conocimiento
Piénsese, además, en la difusión de ideas y pensamiento entre pueblos que hasta entonces no se conocían entre sí y los profundos procesos de aculturación que tuvieron lugar. Los esfuerzos y dificultades para reconocer al “otro” en un mundo que se vislumbra esencialmente multicultural.
De la misma manera, causa asombro la globalización del fenómeno del mestizaje, su extensión y diversidad de manifestaciones como síntesis de las diferencias entre civilizaciones. Desde el mestizaje biológico hasta el rico mestizaje cultural, sin olvidar lo profundo del sincretismo religioso todavía imperantes. El mestizaje define a Hispanoamérica y la huella hispana llega a través del Pacífico al Extremo Oriente y Filipinas.
Quién duda hoy que las grandes expediciones marítimas de la Era de los Descubrimientos desataron un proceso globalizador que mostró la Tierra tal cual es, interconectó pueblos, mercados, ideas y hasta sabores. Y es que, cerrando el círculo, aquellos viajes, tan ligados al comercio de las especias, terminaron por generar un intercambio culinario a gran escala. Si al principio fueron las especias, desde la gesta de Magallanes-Elcano es imposible obviar la riqueza de los prestamos alimentarios entre España-América-Oriente, desde la cocina criolla a la cocina fusión.
La Era de los Descubrimientos fue un tiempo excepcional en el desarrollo de la Historia. El tiempo en el que unas generaciones lucharon por dominar los mares y trabajaron afanosamente por construir la imagen del mundo que hoy nosotros, privilegiados del siglo XXI, podemos contemplar en todo su esplendor y belleza.