Empezó siendo una política programada de la represión franquista tras la guerra civil, con la complicidad de la jerarquía del nacional-catolicismo. El robo de bebés de mujeres republicanas que daban a luz en las cárceles del régimen saltó a la luz pública, en toda su dimensión, gracias a la aparición reivindicativa de la Memoria Histórica, después de muchos años de silencio, aunque no se pudieron ocultar las sospechas. Poco a poco, sobre todo ya en el siglo XXI, empezaron a leerse reportajes en la prensa, entrevistas, noticias, un volumen amplio de denuncias que empezaron a moverse lentamente por los pasillos de los juzgados, a la espera de que la Justicia tomara cartas en el asunto. Y un número destacado de aquellos padres y sus descendientes recorren la actualidad, con demandas, en busca de sus hijos desaparecidos. Pero es que este asunto saltó más allá de los años de la represión de la dictadura hasta alcanzar los años de la Transición y de la democracia. Y se conocen casos de presuntos casos de “bebés robados”, hechos denunciados ocurridos en los años 70 y 80. En toda su globalidad. Junto a ello, otros casos, no ya de represalias políticas, sino de “bebés desaparecidos” de jóvenes madres solteras, de familiar pobres o marginales. En algunos casos, es posible que la madre víctima renunciara a su bebé, porque ser madre soltera en aquellos tiempos (y todavía hoy en muchos ámbitos sociales) era un estigma; pero en muchos casos denunciados no hubo tal renuncia.
Del otro lado, en la responsabilidad de esta especie de “crimen contra la humanidad”, porque creo que así hay que considerarlo, a pesar de una falsa caridad que justificaba el expolio de bebés, comparecen instituciones públicas y religiosas del sistema, sanatorios, centros religiosos, médicos, sacerdotes, monjas enfermeras, que han guardado silencio, que se han negado a abrir sus archivos y que nunca se han retractado públicamente de lo sucedido. Y todo eso, con el silencio cómplice, si es que no hay algo más, ayer y hoy, de la jerarquía de la Iglesia Católica, que ante el volumen del escándalo alcanzado tenía que haber salido ya al escenario público de nuestro país.
Y a eso hay que añadir otros hechos, otras situaciones al margen, cuando se toma de manera acelerada la protección de niños de familias marginales a los que se desprovee de la potestad. El problema es complejo, pero a veces da la sensación de que los pobres no pueden tener hijos. Y desde la altura de una sociedad acomodada se mira con cierto desprecio cuando no indiferencia, los males sociales que abruman a los sectores más desfavorecidos de la sociedad donde los rostros de sus niños nos miran con ojos tristes y acusadores.
Y todo esto, en nombre de qué o de quién, ¿del Evangelio? ¿de qué Evangelio? ¿En nombre del Cristianismo, como tantos otros crímenes cometidos en la Historia desde la usurpación del mensaje del Evangelio? Los casos de “bebés robados” se pasean por los pasillos de los Juzgados y de los medios de comunicación. Tendrían que llegar también al Tribunal de Estrasburgo y, algún día, al Tribunal Internacional de La Haya.
La Iglesia Católica no puede quedarse impasible y en silencio por tantos “bebés desaparecidos”, muchas veces en su nombre. No hay derecho a que médicos, sacerdotes, enfermeras vivan tranquilamente, si es que su conciencia les permite estar serenos, como si no hubiera ocurrido nada y proclamen que sus conciencias están tranquilas.
Y las víctimas, humilladas y ofendidas junto a la desesperación, esperan con pesimismo justicia y ya no saben a quién rezar.