Para empezar, advierto: me gusta mucho el pan, vamos que soy panero de toda la vida y me niego a aceptar los argumentos de que no comer pan es significado de progreso. Rechazo de pleno el criterio malicioso de que el pan engorda. El pan no engorda y además es un alimento muy importante, vital. Es un símbolo de civilizaciones, de nuestra propia historia mediterránea. Y dicho esto, entro a reflexionar sobre aspectos que nos llevan por la calle de la amargura para quienes, como yo, nos sentimos paneros, reivindicamos el pan hasta las últimas consecuencias y consideramos la profesión de panadero como una de las más nobles y a la Tahona como el lugar casi religioso de este símbolo degradado. De niño me enseñaron que cuando un trozo de pan caía o era arrojado al suelo, se recogía y se besaba para reparar la profanación sufrida. Una actitud exagerada pero que da una idea de la aureola del pan en otros tiempos.
Confieso que sigo comiendo pan todos los días y que formo parte de una pequeña tribu en retroceso, que se niega a rendirse ante los despropósitos que acosan y mantienen cercado este producto alimenticio. Entre las situaciones que se viven en las panaderías de hoy día, está el cada vez el mayor número de compradores que piden el pan poco cocido. Inaudito. La mayoría de los panaderos, que saben mejor que nadie de qué va la cosa, ya han aceptado resignados este costumbrismo ignorante y decadente. Por eso, en la panadería donde yo compró el pan, al panadero se le alegra la cara cada vez que llega un comprador, entre los que me cuento, y pide con firmeza: “Paco, dame una barra, pero que este bien cocida”, en medio de un silencio culpable de muchos de los presentes, que miran a otro lado, cuando surgen los comentarios, de que hay que ver lo que pasa ahora con el pan, que la gente ya no tiene ni idea, qué es eso del pan poco hecho, ¡una mierda!, una aberración, Y más de uno dice, “Paco, yo de ti me negaba a vender pan poco cocido”. Y Paco contesta, más o menos, que entonces iba a tener que cerrar la panadería.
Por eso los que pertenecemos a esta tribu de paneros en vías de extinción, aprovechamos cualquier oportunidad para hacernos con hogazas de ‘pan de pueblo’, de pan bien cocido y si es en horno de leña, mejor. Pero los procesos industriales son inexorables y el pan precocinado domina el mercado. En la mayoría de los restaurantes, en banquetes o fiesta, apenas se cuida el pan, es lo de menos, cualquier cosa sirve. También es verdad que ya se fabrica ‘pan de pueblo’ para centros comerciales, en algunos casos de dudosa autenticidad. No nos engañemos el ‘pan de pueblo’ es un producto marginado. Aun así, todavía se pueden encontrar ejemplares de cierta calidad en pueblos de la provincia, que suelen enviar sus productos a la capital, y en algún que otro mercadillo, casi de forma clandestina. Ese pan de mayor cuerpo, realizado cubriendo todas las fases de fermentación o casi todas, según, también es objeto de persecución. Conozco el caso del mercadillo de los sábados en Cabo de Gata. A un vendedor que, ya en primavera y hasta final de verano, llevaba panes de pueblo, recibió la visita de la guardia civil recientemente que le advirtió que no podía seguir vendiendo pan, porque había un denuncia de la panadería oficial de la barriada que por lo visto no veía bien cómo el vendedor del mercadillo arrasaba con sus barras y hogazas de pan cada sábado. El vendedor se dedica ahora a vender otros productos para seguir adelante. Y los aficionados al pan auténtico nos hemos quedado enrabietados al comprobar que cada vez no lo ponen más difícil. Pero estén ustedes seguros de que los paneros seguiremos deambulando por los pueblos, barrios y mercadillos en busca de panaderos artesanos para quien cada barra, cada hogaza, es un fruto de amor, de uno de los oficios más vitales de la historia de este planeta.
(Publicado en IDEAL-Almería, miércoles 4 de mayo, 2011, página 23)