Por Manuel Reyes Mate Rupérez, profesor de Investigación ad honorem del CSIC en el Instituto de Filosofía. Es autor de Pensar en español, Catarata, Madrid, 2021.
Preguntarse si se puede pensar en español o en qué consiste, es una rareza. A un alemán no se le ocurriría hacerse la pregunta porque da por sentado que un alemán piensa y que, cuando piensa, es para todo el mundo. Uno de ellos, Martin Heidegger, escribió un célebre artículo, titulado “¿Qué significa pensar?”. No añadió la coletilla “en alemán” porque él bien sabía que el alemán, cuando piensa, es para todos, como si la racionalidad fuera alemana.
Para los hispanohablantes la cosa es muy diferente. Tenemos que preguntarnos si se puede pensar en español, porque hay dudas, motivadas por opiniones externas y, otras que alimentamos nosotros mismos.
Empecemos por las primeras. Este mismo Heidegger dejó dicho en una entrevista que publicó póstumamente Der Spiegel, que “pensar, pensar, sólo en griego o en alemán”. Este chauvismo no era cosa exclusiva suya sino que venía de lejos. El gran Hegel ya había decretado que lo más preclaro de la inteligencia mundial era centroeuropeo, es decir, añadía, “germánico y protestante”. De un plumazo colocaba a las culturas sureñas, como la española, fuera del mapa, en el margen.
Nosotros éramos, en su jerga, “semitas” pero no “arios”. Los latinoamericanos salían peor parados pues de ellos decía que “tenían geografía pero no historia”, es decir, estaban más cerca del momento animal que del racional o, dicho de otra manera, eran más una expresión de la naturaleza que de un proyecto humano. Es recomendable para quien quiera profundizar en este punto leer el texto de Ortega y Gasset, “Hegel y América”, donde el pensador del Manzanares saca los colores al atropello ideológico que perpetra el pensador alemán.
Lo interesante de esta visión del mundo es que nosotros, los ibero-americanos, nos lo habíamos creído. Unamuno, Aranguren, Machado, Zambrano coinciden en señalar que si alguien quiere saber qué piensa un hispanohablante tiene que recurrir a la literatura. Pensamos narrando historias, no reflexionando con lógica. Unamuno lo expresaba así: “abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la filosofía española, está líquida y difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística sobre todo, y no en sistemas filosóficos”.
Esta opinión es un piropo a la literatura española pues reconoce su profundidad. A esta altura nadie duda de la hondura filosófica de La Coplas de Jorge Manrique o del Quijote o de la Vida es Sueño o de la Subida al Monte Carmelo… Américo Castro dice y con razón que Cervantes, si le hubiera dado por el ensayo en vez de por la literatura, hubiera escrito reflexiones filosóficas que en nada hubieran envidiado a las de Michel de Montaigne. Ese es ciertamente el lado positivo de la cuestión.
El negativo es que esa opinión puede esconder un cierto complejo de inferioridad. El español traslada la filosofía a la literatura porque no sería capaz de aguantar el grado de abstracción y sobriedad argumental que exige el quehacer filosófico. De hecho nuestra producción filosófica de los últimos siglos es, en buena parte, traducción y seguimiento de lo que se hace fuera. La nuestra ha sido de hecho una filosofía dependiente.
Pienso, sin embargo, con Ortega y Gasset que el español es capaz de pensar con originalidad y que si no se ha prodigado ha sido por lo peligroso que ha sido hacerlo. No ha habido una identificable tradición filosófica por la misma razón que Teresa de Avila tuvo que ocultar sus orígenes judíos durante cuatro siglos; o que Luis Vives se tuviera que exiliar de España para pensar como un humanista escuchado en todas las cancillerías europeas; o que Baruc Spinoza, el marrano de la razón, no sea considerado un filósofo “español”, a pesar de que su marranismo sí lo es…
Habría que recurrir a nuestra historia en la que ser español ha ido acompañado de la figura del Inquisidor y eso significaba, como reconocía amargamente Luis Vives que “aquí es peligroso hablar, callar y pensar”. En esas circunstancias, la literatura era una salida ingeniosa pues su natural polisemia podía disfrazar el verdadero pensamiento del autor.
Lo que procede, en cualquier caso, es aventurarse en la pregunta y explicitar en qué consiste pensar en español. Señalaría los siguientes rasgos. En primer lugar, reconocer que el español es una Weltsprache, es decir, una lengua universal hablada por vencedores y vencidos, dominadores y dominados, víctimas y verdugos. Es la lengua, en efecto, del inca Garcilaso, que se sentía peruano y español ( “en estas dos naciones tengo yo prendas”) pero también la de Nebrija, muy consciente del poder político de la lengua ( “la lengua acompaña al imperio”). Lengua, pues, que alberga experiencias de dominación y también de dependencia. Eso condiciona el modo de pensar en un sentido fundamental: nosotros pensamos interpelándonos unos a otros, lejos, pues, de las estrategias consensuales o deliberativas que tanto predican quienes controlan la industria cultural.
En segundo lugar, teniendo en cuenta los límites del lenguaje. El castellano es una lengua impuesta que ha acallado a otras: al árabe, al hebreo y, en el Nuevo Mundo, a las lenguas autóctonas. No fue siempre así: las cuatro inscripciones o epitafios en la tumba del rey Fernando III ( hebreo, árabe, romance y latín) es un buen ejemplo de convivencia lingüística…que se perdió cuando se impone un modo de ser español que necesita borrar las otras lenguas.
Cuando pensemos en español tenemos que tener en cuenta que la lengua que hablamos es una lengua impuesta y que por muy importante que sea lo que decirnos, es aún más importante lo que no podemos decir. Debería ser pues un pensar en el que la palabra dicha remitiera al silencio de lo indecible (algo que El Quijote tiene muy presente cuando su autor reconoce que el texto en castellano es la traducción de un texto originario escrito…en árabe, a la sazón una lengua ya proscrita).
En tercer lugar, la vocación de sur, una idea que sostiene la novela de Saramago, La balsa de piedra. Como se recordará, un buen día le península ibérica se desengancha de Europa y se pone a navegar hacia el sur. El mismo viaje de antaño pero ahora no para conquistar sino para descubrir al otro y descubrirnos a nosotros mismos.
Esta idea de sur está muy presente en la obra de Albert Camus. En sus Cartas a un amigo alemán le hace ver la diferencia entre una cultura del norte (minuit) y otra del sur (midi). ¿La diferencia? Responde contando el caso de un capellán alemán que acompaña a unos soldados franceses, prisioneros, que van a ser ejecutados. Al enterarse de que estos se proponen fugarse, le falta tiempo para denunciarles. Dice Camus “me avergüenzo de ese hombre y me consuela pensar que un sacerdote francés no hubiera aceptado poner a su Dios al servicio del crimen”. Camus opone su patriotismo, compatible con un humanismo, al nacionalismo excluyente del alemán.
Aunque en el uso habitual del lenguaje relacionemos el Norte con lo sublime (por eso un tipo desnortado es alguien que va sin rumbo), Camus piensa que el espíritu nórdico es de lo menos recomendable pues, añade, “el absolutismo histórico de la ideología alemana no ha cesado de chocar contra las exigencias invencibles de la naturaleza humana cuyo secreto guarda el Mediterráneo, ese lugar en el que la inteligencia hermana con la dureza del sol”.
Para valorar esa contundencia hay que tener en cuenta lo que se decía desde la cultura nórdica, tan segura de sí misma que oponía “la ilimitada profundidad de su mirada…a la palabrería tan propia del espíritu mediterráneo”. No parece que la historia les haya dado la razón aunque bien es verdad que todavía hoy seguimos prefiriendo un mal libro en alemán a un buen libro en español.
Añadiría un cuarto rasgo: el ensayo como género literario. No es incapacidad para el Traktat centroeuropeo, sino conciencia de que el pensador tiene que captar un tiempo en movimiento y para eso el ensayo es más apropiado porque no persigue, como el Tratado, fijar la esencia de las cosas más allá del tiempo y del espacio. Ortega y Gasset decía que “el ensayo es ciencia sin notas a pie de página”, es decir, tiene el rigor de la ciencia pero al mismo tiempo la maleabilidad del relato con lo que puede captar la realidad en toda su vitalidad.
Podríamos resumir lo dicho diciendo que el pensamiento en español debería ser un pensar tan alejado del ensimismamiento como del embobamiento, del provincianismo como del universalismo abstracto, de la dependencia como de la autarquía.
Cabe preguntarse si estas características no son las propias de cualquier pensar que se precie. Es posible, pero son las que un pensar en español debería tener presente. Pensando así dejaremos de ser un pensar dependiente y ocupar un lugar propio en el diálogo universal, ahora empeñado en hacerse en inglés.
Sobre Reyes Mate
Reyes Mate, filósofo, es Profesor de Investigación ad honorem del CSIC en el Instituto de Filosofía. Doctorado por la Universidad Wilhems de Münster y por la Universidad Autónoma de Madrid. Fue el primer presidente del Patronato del IF con el encargo de poner en marcha y, luego su director entre 1990 y 1998. Ha sido Investigador Principal del proyecto “La Filosofía después del Holocausto” y Director, con Osvaldo Guariglia y León Olivé, de la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía (34 volúmenes publicados entre 1990 y el 2017).
De entre sus libros: Memoria de Auschwitz, Trotta, 2003; 7, Medianoche en la historia, Trotta, 2007; Tratado de la Injusticia, Anthropos, 2011; La piedra desechada, Trotta, 2013; El tiempo, tribunal de la historia, Trotta, 2018. Su última publicación Antes de que decline el día, Anthropos, 2020.
En el año 2009 fue Premio Nacional de Ensayo por su libro La herencia del olvido, Errata Naturae. Articulista en El País, El Periódico de Cataluña y El Norte de Castilla.
Su blog: memoriaypolitica.blogspot.com.es