La restauración del patrimonio cultural goza de buena prensa, interés político y el público aplaude estas iniciativas. A pesar de ello, el investigador del Centro Nacional de Investigaciones Metalúrgicas (CENIM-CSIC) y experto en ciencia del patrimonio, Emilio Cano Díaz (Madrid, 51 años), sostiene que el esfuerzo debería centrarse más en la preservación de las obras, una faceta más desconocida. Como doctor en conservación, tras licenciarse en Bellas Artes, prefiere hablar de hábitos de salud del metal como forma de concienciar a la población.
Con más de tres décadas de especialización, Cano dirige en el CENIM-CSIC el equipo de Corrosión Atmosférica y Conservación del Patrimonio Cultural (CAPAC). También coordina el nodo español de la European Research Infraestructure for Heritage Science (E-RIHS, por sus siglas en inglés), una infraestructura de investigación distribuida de la Unión Europea especializada en patrimonio. Su enfoque interdisciplinar a la conservación, incluye un laboratorio portátil (MOLAB), con el que el científico se desplaza junto a su equipo hasta donde se encuentran las piezas para analizarlas en su entorno.
Pregunta. ¿La degradación del patrimonio es el orden natural de las cosas? ¿El metal siempre se deteriora?
Respuesta. Las leyes de la termodinámica son implacables y los metales no son químicamente estables, por lo que la corrosión es un fenómeno inevitable. Pero nosotros jugamos con la velocidad a la que eso ocurre. Tratamos de hacerla extremadamente lenta. Un metal, en cualquier medio, reacciona con la atmósfera y la humedad, los contaminantes del ambiente, y eso produce un proceso de corrosión que lo va deteriorando. Nuestro trabajo es conocer qué mecanismos están involucrados y proponer métodos para “detenerlo”, de tal forma que no sea un problema técnico para las aplicaciones que utilizan metal: puentes, coches, prótesis o, como nuestro caso, bienes culturales.
P. Pese a lo presente que está el metal en la vida diaria, ¿por qué apenas hay discursos sobre prevención? ¿No existe interés por el mantenimiento?
R. Quizá porque no se puede inaugurar [ríe]. También porque algo que ocurre delante de nuestros ojos, pero tan lentamente, no lo vemos. Parece que al no ser un cambio inmediato no lo consideramos importante. Es por eso que se decide tomar medidas cuando los problemas ya son graves, cuando el daño ha ocurrido.
P. Usted habla incluso de la “restauración como fracaso”.
R. Sí, de hecho, a mí me gusta mucho más utilizar el término profesional conservación del patrimonio, o conservación-restauración, donde se incluye desde lo preventivo, que evita el deterioro de los bienes por distintos métodos, hasta el último nivel de intervención, que es ya la restauración. Deberíamos evitar llegar a este punto: si conservamos adecuadamente no sería necesario restaurar.
P. Llega a darse una paradoja, ¿es el restaurador más purista que el propio artista?
R. Claro, el artista tiene libertad creativa, puede hacer lo que quiera, y no está supeditado, en principio, a nada más que a sus intenciones y a lo que sea capaz de transmitir con sus ideas. El conservador-restaurador, al contrario, y esto es un fundamento básico de la profesión, ha de modificar lo menos posible. Una intervención que altere o añada algo a la obra original no es aceptable. Son principios muy claros y duros, indiscutibles, aunque su puesta en práctica sea a veces complicada.
P. ¿Existe un problema de percepción con la corrosión, como algo solo estético?
R. Un bien cultural puede ser una obra artística, una pieza histórica y arqueológica, o industrial. Todo patrimonio tiene diversos valores, de ahí que tratemos de preservarlos. Los materiales evolucionan junto a su entorno, reaccionan al medioambiente, y se alteran, pero hay que valorar si eso afecta a sus valores. Respecto al aspecto, ocurre con las piezas de plata en un museo, donde una capa de oscurecimiento se considera una alteración importante, ya que todo el mundo las espera brillantes y limpias. Sin embargo, cuantificándola, la corrosión es mínima. Luego tenemos esculturas de acero patinable, como piezas de Jorge Oteiza o Eduardo Chillida, con una capa de herrumbre en la superficie que ha ido creciendo con el tiempo, y se considera aceptable por el público. Eso es lo complicado en lo que hacemos, y a la vez lo bonito: tratamos de medir la corrosión, desde lo cuantitativo y científico, y además valorar la pieza como patrimonio cultural.
P. ¿Qué importancia tiene trabajar con las obras sobre el terreno?
R. Los bienes culturales son únicos. Una pieza metálica en una cadena de producción de una fábrica donde se generan miles en línea asumes que será igual que las demás al analizarla, por lo que puedes practicar ensayos destructivos. Un bien cultural, sin embargo, tiene un diseño realizado por un artista, una historia. Esa pieza no la puedes mover, a veces porque son estructuras monumentales y su estado es delicado y otras porque no es posible sacarlas del museo. Por eso es tan importante para nosotros contar con un laboratorio móvil y ponemos tanto énfasis en las técnicas portátiles. Con el Museo Oteiza, por ejemplo, trabajamos in situ en Pamplona con las esculturas expuestas en zonas públicas y realizamos las medidas electroquímicas directamente. Medimos el estado superficial de las obras que habían recibido tratamientos de conservación en el pasado, protecciones como barnices, ceras o similares para frenar su deterioro. Evaluamos cuánto quedaba de esos recubrimientos, evidentemente de duración limitada, y hasta qué puntos son eficaces.
Nuestra labor como científicos del patrimonio es aportar evidencias para la toma de decisiones. Damos consejos, sugerimos qué intervenir con datos. Algo objetivo con lo que el responsable decida con fundamento. Gracias a ello mejoramos la eficiencia de las intervenciones del futuro; porque los recursos son limitados, especialmente en conservación.
P. Respecto a la contaminación en los museos, el problema no siempre viene del exterior.
R. Los visitantes de los museos, al respirar, exhalan contaminantes como sulfuros que corroen la plata. Y pueden ser los propios materiales de las salas de exposición y vitrinas los que emitan otros contaminantes como ácidos orgánicos, muy agresivos para el plomo, en pinturas, plásticos de construcción o la madera de los muebles. Incluso los materiales de algunas piezas contaminan la misma obra o las de su entorno, y aumentan su deterioro. En esos casos, una vitrina cerrada y sin ventilación no es eficaz. Por eso es tan importante saber qué emite qué y con qué interacciona para poder proponer medidas.
P. ¿Los museos son conscientes?
R. Sí, lo van teniendo presente. Pero no siempre tienen los medios. Ni el tiempo. Esto requiere estudios, además del conocimiento técnico, que es donde entramos nosotros. Dialogamos mucho con los responsables para saber qué es lo que necesitan y qué podemos ofrecerles. Eso es transferencia de conocimiento, que antes se entendía solo en su vertiente económica, como registrar una patente o montar una empresa. Pero nuestra labor se traduce en impacto social, que va a repercutir en una pieza u obra de arte que se va a conservar mejor y que se conocerá más, por lo que más público la disfrutará.
P. ¿Esa dimensión social de su trabajo científico casa bien con el modelo de publicación en revistas?
R. Es otra vía, efectivamente. Nosotros hacemos la producción científica fundamental, que son los papers en revistas científicas del sector, el principal producto que nos valoran. Pero tratamos de prestar mucha atención a reuniones como el Congreso Mundial del Comité de Conservación del Consejo Internacional de Museos, que es donde va a estar otro público. También colaboramos con redes temáticas como TechnoHeritage, o estructuras dentro del CSIC como la plataforma temática interdisciplinar Patrimonio abierto: investigación y sociedad, junto a investigadores de otras ramas, universidades, empresas e instituciones culturales. Debemos ser interdisciplinares e intersectoriales, no hay otra manera. Es mucho más difícil medir, y por lo tanto demostrar, el impacto social que el tecnológico. Pero últimamente se está evaluando mejor gracias a los movimientos que piden que la investigación no solo sean las publicaciones y el índice de impacto de la revista.
P. Respecto al asesoramiento científico, ¿la gente cambia de opinión ante evidencias?
R. No me he encontrado a negacionistas de la corrosión [ríe]. En nuestro caso, el público reconoce nuestro trabajo y respeta las decisiones. Como profesional, nunca se dan casos extremos, tratamos con especialistas.
P. Pese a polémicas puntuales, ¿la ciencia del patrimonio tiene el apoyo mayoritario?
R. La conservación-restauración tiene prestigio. La profesión es complicada por cómo está pagada, pero la parte más visible, luce. Tienes un cuadro negro, le quitas el barniz y se ve muy bien. Una fachada con chorretones, la restauras y se ve maravillosa. Existe una apreciación social por la profesión y mucho reconocimiento. Como la ciencia, que siempre que se hacen encuestas, destaca por bien valorada. Somos afortunados de encontrarnos entre estos dos mundos. Por suerte y que dure.