Antes de la crisis actual, el sector de la vivienda en España vivió la etapa más expansiva desde los años sesenta. En el último tercio del siglo pasado asistimos a tres etapas con un significativo crecimiento del sector residencial y, en consecuencia, del precio de la vivienda. Los tres periodos fueron 1970-1978, 1986-1991 y 1996-2007. Pero este último periodo, que ocupó una gran parte de la década pasada, fue el más importante tanto en términos cuantitativos como en términos cualitativos, llegándose a duplicar el peso del sector de la construcción en el conjunto del PIB, cifra que sólo es comprensible en caso de reconstrucción de un país como consecuencia de una guerra o de una catástrofe natural.
Los resultados han sido tan drásticos en términos negativos en la etapa de crisis (2007-2012) en la que estamos inmersos como en términos positivos lo fueron en la etapa de crecimiento. Nos encontramos con una situación en la que la morosidad hipotecaria ha pasado del 0,72% en 2007 al 3,16% en 2012, multiplicándose por 3,5 el número de ejecuciones hipotecarias entre esos dos mismos años. Igualmente, la caída del precio de la vivienda ha tenido su reflejo en la evolución del valor de la hipoteca media, que ha caído en más del 30% en ese mismo periodo.
Esta etapa expansiva se vio favorecida fundamentalmente por un marco macroeconómico muy estable capaz de generar el suficiente crédito y movilizar los suficientes recursos para que la prosperidad de toda una economía dependiera directa o indirectamente del sector residencial. De hecho, sin el euro hubiera sido prácticamente imposible llegar a los límites de crecimiento que hemos vivido durante esa última década, ni hubiéramos disfrutado de unos tipos de interés tan bajos a pesar de que nuestra economía haya sido tradicionalmente inflacionaria. Unas tasas de interés históricamente bajas llevaron casi de forma mecánica al sobreendeudamiento tanto del sector público como privado, y consecuentemente, a una asignación ineficiente de los recursos económicos y financieros.
Por un lado, durante la década 1997-2007 el sector residencial se fiduciarizó, es decir, creció debido a factores exógenos de índole financiera. Y por otro lado, el sector bancario, afectado seriamente por situaciones de riesgo moral, asumió más riesgos de lo que de forma asistémica era capaz de gestionar. De hecho, se creó un hibridismo complejo entre ambos sectores que, en situaciones como la actual, ha paralizado la economía con una situación de credit crunch o restricción generalizada del crédito. La banca ha dejado de contar con elementos de garantía (tradicionalmente era la garantía hipotecaria la que estabilizaba el sistema), y sus riesgos gestionados se han hecho sistémicos. El problema de la banca española no han sido sus posiciones en activos tóxicos foráneos. Los activos tóxicos han sido sobrevenidos, no siéndolo cuando se crearon en tiempos de bonanza.
Por su parte, el sobreendeudamiento de las familias y de las empresas, así como la pérdida de garantías de referencia para el sistema bancario, han provocado unas tasas de morosidad claramente preocupantes acentuadas por la propia restricción del crédito, primero del crédito a corto plazo, y posteriormente del crédito a largo plazo. Estamos ante un ciclo vicioso muy perverso en el que la elevada tasa de morosidad limita el crédito, la limitación del crédito lastra la actividad económica, la falta de actividad económica genera morosidad, y así sucesivamente. Por lo que, si no se acometen medidas urgentes para parar esta espiral, nos encontraremos con una situación económica mucho más alarmante. Toda crisis económica se basa en un círculo vicioso, y esta no es una excepción. Salir de la crisis supone identificarlo y tomar medidas para desactivarlo.
Por otro lado, el crecimiento del precio de los activos inmobiliarios en la última década expansiva creó un modelo de crecimiento ficticio que tarde o temprano colapsaría. El efecto renta derivado de la revalorización de activos desencadenó una compleja situación de sobreinversión y sobreendeudamiento que puso en jaque al que se consideraba uno de los sistemas bancarios más solventes del mundo. El proceso de fuerte crecimiento que nos llevó a converger con la media de las economías europeas tenía unos pilares poco sólidos, por lo que encontrar la senda actual de crecimiento se hace especialmente complejo. Y más aún cuando se ha comprobado que las medidas macroeconómicas clásicas adoptadas hasta la fecha no han funcionado y cuando la economía española presenta importantes especificidades que la hace reaccionar de forma diferente a otros países ante estímulos semejantes. Sin ir más lejos, la economía española presenta dos importantes especificidades que están relacionadas con nuestra falta de competitividad y de apertura al exterior. Me refiero a la tasa NAIRU y a la ley de Okun. Con respecto a la primera, la tasa NAIRU, que es la tasa de desempleo a partir de la cual no se acelera la inflación, es del 11%; en tanto que en EEUU, por ejemplo, es del 6% (casi el pleno empleo). Con respecto a la segunda, hay que advertir que para que en España se cree empleo neto es preciso crecer por encima del 2,8% cuando en otros países de nuestro entorno la tasa es sensiblemente inferior.
La situación actual y las perspectivas futuras no son nada halagüeñas. La crisis en forma de “V” se ha transformado en una crisis en forma de “W”, con el riesgo de abocarnos a una situación en forma de “L”, convalidándose la coyuntura actual como una situación más o menos permanente. Esto nos llevaría a una década prácticamente perdida sin mecanismos de estímulo suficientemente eficaces.
En lo relativo al mercado de la vivienda, en la actualidad profundamente paralizado y sobreinvertido, hemos de decir que el stock existente no se podrá digerir en al menos una década. Evidentemente, la creación del Sareb, el maldenominado banco malo, probablemente contribuirá a paliar la situación o a acelerar el paso a la normalidad, pero el stock de viviendas seguirá ahí presionando a la baja el precio de las mismas y retardando la consolidación de nuevas garantías para que la banca siga prestando y recuperando su solvencia. Y parece que socialmente son inadmisibles algunas prácticas en las que ha incurrido Irlanda para reducir la sobreoferta: la demolición de viviendas. Y más aún ante los luctuosos sucesos acaecidos en las últimas semanas en relación con los desahucios judiciales.
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