Artículo de Manuel Peinado Lorca. Catedrático de Universidad. Director del Real Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá.
El uso de árboles de hoja perenne para simbolizar la vida eterna era una costumbre de los antiguos egipcios, chinos y hebreos. El culto a los árboles era común entre los paganos occidentales. Los primeros romanos conmemoraban el solsticio invernal con las saturnales, unas festividades en honor a Saturno, el dios de la agricultura, durante las cuales decoraban casas y templos con ramas y hojas de robles, laureles y acebos.
En el norte de Europa los misteriosos druidas, los sacerdotes de los antiguos celtas, decoraban sus templos con ramas de árboles de hoja perenne como símbolo de la vida eterna. Los feroces vikingos escandinavos pensaban que los árboles perennifolios eran las plantas favoritas de Balder, el dios sol.
Las festividades mitológicas del “yule log” nórdico sobrevivieron reconvertidas al cristianismo en las costumbres escandinavas de decorar la casa y el granero con árboles de hoja perenne para ahuyentar al Diablo en Año Nuevo y colocar un árbol para que anidaran los pájaros durante la Navidad.
Sobrevivieron también, y durante más días, en la costumbre alemana de colocar un árbol de Navidad en una entrada o dentro de la casa durante las vacaciones de invierno.
Allí, en el oeste de la Alemania medieval, parece estar el origen del árbol de Navidad moderno, y fueron los alemanes, con su sentido innato de la inocencia navideña, quienes difundieron una costumbre que despegó definitivamente en el medioevo germano, pero que entronca con la víspera de Navidad, la fiesta de Adán y Eva, celebrados como santos en los calendarios de las iglesias católicas de ritos orientales.
La festividad se extendió a Occidente y se hizo muy popular a finales del primer milenio. Aunque el rito latino de la Iglesia católica nunca incorporó esa fiesta a su calendario litúrgico, no se opuso a su veneración popular. Las siluetas de los árboles se pueden ver como fondos de las imágenes de algunos santos en muchas iglesias antiguas europeas.
Hacia el siglo XII comenzó la costumbre de celebrar esta fiesta el 24 de diciembre con una representación teatral, el Mystery Play, que se convirtió en una de las obras medievales navideñas más populares. El elemento principal de esa versión de nuestros autos sacramentales era un “árbol del paraíso”, un abeto del que colgaban manzanas, que simbolizaba el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal del Jardín del Edén. Cuando los vientos puritanos suprimieron esas obras sacramentales en los siglos XVI y XVII, los fieles trasladaron los árboles del Paraíso desde el escenario a sus hogares.
El 24 de diciembre, el día de la fiesta religiosa de Adán y Eva, los alemanes instalaban en el centro de sus casas un árbol paradisíaco. Sobre él colgaban obleas de pan ázimo que simbolizaban la hostia eucarística, el signo cristiano de la redención. En el siglo XVI en Alemania se acostumbraba a rodear el árbol con velas porque el Mystery Play se representaba en ese anillo.
El árbol se extiende a Inglaterra
La primera mención del árbol de Navidad aparece en 1419 en las instrucciones a los aprendices de panadero de la Fraternidad de Friburgo de la Alsacia alemana. También se conserva una carta escrita por un residente de Estrasburgo en 1605 que describe una costumbre ya arraigada: «En Navidad colocan abetos en los salones de Estrasburgo y cuelgan en ellos rosas cortadas de papel de muchos colores, manzanas, obleas, láminas de oro y dulces».
Con el tiempo, las obleas fueron reemplazadas por galletas de varias formas. Con frecuencia se añadían velas, símbolo de Cristo como la luz del mundo. En la misma habitación se colocaba la “Weihnachtspyramide”, la “pirámide navideña”, un armazón triangular de madera con anaqueles para sostener figuras navideñas, decorada con ramas de abetos y pinos, coronas de acebo, muérdago y una estrella. En el transcurso del siglo XVI, la pirámide de Navidad y el árbol del Paraíso se fusionaron hasta convertirse en el árbol de Navidad.
La costumbre del árbol de Navidad era ya una arraigada tradición alemana tanto para católicos como para protestantes en el siglo XVIII cuando en 1846 fue introducida en Inglaterra por el príncipe Alberto, el esposo alemán de la reina Victoria, cuya familia tenía también origen germano.
Ese año, Victoria y Alberto posaron en el Illustrated London News de pie con sus hijos alrededor de un árbol de Navidad decorado con juguetes y pequeños regalos, velas, caramelos, tiras de palomitas de maíz y pastelillos de fantasía colgados de las ramas con cintas y cadenas de papel.
Victoria era muy popular entre sus súbditos y lo que se hacía en la corte se ponía inmediatamente de moda no solo en Gran Bretaña, sino también en la crema de la sociedad de Nueva Inglaterra. La revista femenina más importante de Estados Unidos, el Godey’s Lady’s Book, reimprimió una versión de la imagen un par de años más tarde titulándola “El árbol de Navidad”.
Norteamérica rechaza una tradición importada
Costó trabajo que la costumbre se impusiera en Norteamérica porque no sin razón los puritanos llegados a Nueva Inglaterra habían considerado a los árboles navideños como símbolos paganos. Para ellos la Navidad no era festiva, era sagrada. El segundo gobernador de los peregrinos, William Bradford, escribió que se esforzó por acabar con la “burla pagana” de la festividad navideña, penalizando cualquier frivolidad.
En 1659, el Tribunal General de Massachusetts promulgó una ley que tipificaba como delito cualquier celebración del 25 de diciembre que no fuera un servicio religioso. Esa severa solemnidad continuó hasta el siglo XIX, cuando la afluencia de inmigrantes alemanes e irlandeses socavó el legado puritano.
Por entonces ya eran populares en Austria, Suiza, Polonia y los Países Bajos. En China y Japón, los árboles de Navidad, introducidos por los misioneros occidentales en los siglos XIX y XX, estaban decorados con diseños de papel extraordinariamente complicados.
Los adornos de vidrio soplado se comercializaron en la década de 1870, muchos de ellos elaborados en pequeños talleres artesanos alemanes y bohemios, quienes, a la vista del éxito, también crearon elementos decorativos hechos de oropel, plomo fundido, cuentas, papel prensado y guata. En 1890, cuando, gracias a Edison, empezaron a comercializarse en Estados Unidos las primeras tiras de lamparillas eléctricas, F.W. Woolworth, el precursor de los grandes almacenes modernos, vendía millones de dólares en adornos navideños.
En la década de 1930 empezaron a fabricarse en Estados Unidos árboles artificiales hechos de cerdas de cepillo, y en las décadas de 1950 y 1960 se produjo la producción en masa de árboles de plástico con armazón de aluminio. Los árboles artificiales, unos objetos de dudoso gusto, comenzaron a hacerse muy populares, porque, además de poder guardarse en el desván de un año para otro, eran la mejor solución en países donde era difícil conseguir árboles de verdad.
En España, el primer árbol de Navidad se colocó en 1869, en el palacio del duque de Sesto, sede del actual Banco de España. Pero antes que el árbol y que los tradicionales belenes importados de Nápoles, el tronco ya era una arraigada tradición celtibérica conservada en la tronca o cabirón altoaragonés, herencia de los fastos del “yule log” que la mitología germana y el paganismo nórdico celebraban cada solsticio de invierno.
Artículo de Manuel Peinado Lorca. Catedrático de Universidad. Director del Real Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá.