Metrópolis se llama Bolonia

    “Mittler zwischen Hirn und Händen muss das Herz sein” (el mediador entre el cerebro y las manos ha de ser el corazón). Este es el lema de la película Metropolis, dirigida por Frinz Lang y estrenada en 1927. El film pretende mostrar la necesidad de la mediación (por medio del amor) entre dos clases antagónicas para llegar a la armonía social. La clase dirigente y propietaria vive en la superficie de la ciudad creada por Johan Fredersen (interpretado por Alfred Abel), en un paraíso de sol y aire puro. La clase obrera sobrevive amontonada en una colmena bajo tierra, esclavizada para mantener la maquinaria de la ciudad y, de esta forma, prolongar la vida lujuriosa de los que viven en la superficie. Esta dualidad que recorre toda la película, bellamente plasmada en la escenografía, es muy similar a lo que ocurrirá a partir del próximo curso académico.

    Metrópolis se llama (Plan) Bolonia. Al igual que Metrópolis, Bolonia necesita de un subsuelo para seguir viva. Necesita de una, por así decirlo, clase trabajadora barata y sin formación que prolongue la vida lujuriosa de los que viven en la superficie. Claramente a esta clase trabajadora se le prohíbe salir de su situación de opresión y subir a la superficie. El sol únicamente puede ser disfrutado por una élite propietaria: aquéllos que puedan costearse estudiar un máster. La Universidad se convierte, de esta forma, en una fábrica de precarios. La gran mayoría podrá estudiar un grado, pero sólo una minoría logrará acceder al postgrado (máster y doctorado). Los elevados precios de la matrícula de postgrado y la falta de becas, sustituidas por préstamos que han de ser devueltos, provocará la existencia de una gran masa de graduados que vivan en el subsuelo de esta metrópolis manteniendo la vida lujuriosa de los que han podido pagarse un máster. Se producirá un círculo vicioso: los que tengan un máster disfrutarán de los puestos de trabajo mejor remunerados, pudiendo pagar a sus hijos estudios de postgrado; los que solo hayan podido estudiar un grado tendrán los puestos de trabajo peor remunerados, no pudiendo pagar a sus hijos estudios de postgrado.

    El Plan Bolonia, elaborado de forma antidemocrática, silenciosa y sin contar con la población, fomenta esta dualidad de clases. Sin embargo, nos venden la idea de la armonía, de una Universidad para todos, del fin de la conflictividad social. Esta es su ironía, por utilizar a Foucault: nos hace creer que en él reside nuestra liberación (a modo de ejemplo, la pretendida validez de títulos a nivel del Espacio Europeo de Educación Superior es ficticia: la normativa de desarrollo mantiene los tribunales de homologación y los títulos sólo tienen eficacia a nivel nacional). Todo lo contrario. La polarización será más evidente. A pesar de ello, como en la película, la apatía y la homogeneidad de los que sobreviven en el inframundo provoca la ilusión, la ficción, de esa armonía. La figura de María, interpretada por Brigitte Helm, es clave para entender Metrópolis. Ella es la que se encarga de mostrar a la clase oprimida su situación de opresión. Sube a los niños a la superficie para que contemplen la vida de “sus hermanos”. Esta es la paradoja de María, la ironía del dispositivo: creer en el corazón y en el mediador. Sin embargo, es muy difícil mediar con el corazón cuando las partes implicadas no están en equilibrio. No es posible mediar cuando unos explotan a otros, cuando los medios económicos, sociales, culturales, políticos, etc. están en manos de una sola clase minoritaria y se impide el acceso a la otra clase, a la gran mayoría de la población. Esto es lo que ocurrirá con Bolonia.

    Los graduados mantendrán la maquinaria del sistema, sólo disfrutada por los postgraduados. La plusvalía absoluta será la única ley existente: el graduado deberá trabajar para el sistema, para el postgraduado que dirige la maquinaria, hasta la extenuación. En la película hay una escena que lo representa a la perfección. La jornada de trabajo termina solamente cuando el cuerpo del obrero se encuentra en la línea que separa la vida y la muerte. Luego tendrá un tiempo de descanso para volver a sostener al sistema y así hasta la muerte.

    Si no queremos llegar a la antiutopía de la sociedad de Metrópolis no podemos esperar a un mediador que estreche la mano entre ambas clases. Ya no es posible la mediación. Pero tampoco caigamos en el engaño de Fredersen ni en el desenfreno del inventor Rotwang (Rudolf Klein-Rogge). Fredersen pretendía utilizar el robot creado por Rotwang para hacerlo pasar por María e incitar a los obreros a la rebelión. De esta forma Fredersen utilizaría la violencia contra los obreros. Sin embargo, Rotwang decide vengarse de Fredersen, por la muerte de su amor, y programa al robot para que incite a los obreros a la destrucción total de Metrópolis. Como digo, no podemos llegar a estos dos puntos. No podemos utilizar actos violentos para luchar contra Bolonia, pues ello nos convertiría en aquellas mismas personas contra las que protestamos. Tampoco podemos destruirnos. En cierto modo debemos acudir a esa violencia pura de la que habló un filósofo, Walter Benjamin, hace ya 90 años. Debemos exponer públicamente nuestras heridas. Debemos mostrar la verdadera cara del sistema, su horrenda faz y sus monstruosas intenciones. Tenemos que descomprometernos con este sistema, denunciar los delitos tan a la moda hoy en día de prevaricación y cohecho que también se producen en la Universidad pública, los “chiringuitos” que se montan para conseguir cátedras o devolver favores, los contratos otorgados ad hoc sin un tribunal. Tenemos que conseguir que desaparezcan los criterios empresariales a la hora de conceder proyectos de investigación o evitar que se elaboren planes de estudios alejados de criterios científicos. Pero sobre todo, hay que evitar que una minoría logre ocupar hasta el infinito los recursos económicos, sociales, políticos, culturales,… Dejemos de creer en un mañana mejor y en un mediador que venga desde el exterior a armonizar el conflicto. Actuemos hoy, nosotros.

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