La Carabela San Lesmes, el barco español perdido en el Pacífico y las evidencias de que pudo naufragar en la Polinesia y la tripulación mestizarse con sus nativos

Por Luis Gorrochategui Santos. Historiador, experto en hispanismo, y autor de «La Carabela de San Lesmes. El viaje más épico de la historia», publicado por Crítica.

La expedición Loaisa-Elcano en su salida de La Coruña el 24 de julio de 1525 rumbo a Las Molucas para abrir la Ruta de las Especias.

El paradero de la Carabela San Lesmes siempre ha estado rodeada de un halo de misterio. Aquel barco que zarpó de La Coruña en 1525 con el propósito de abrir la ruta de las especies nunca llegó a su destino. Siempre se ha pensado que acabó en el fondo del mar. Pero Luis Gorrochategui, historiador y autor de un reciente libro sobre la expedición, aporta datos de expediciones posteriores que apuntarían a que este barco no sólo acabó en la Polinesia pacífica, sino que sus habitantes se mezclaron con la población nativa y dejaron su huella en forma de mestizaje, artes pesqueras, en la forma de construir embarcaciones, en la lengua, o incluso en prácticas de entretenimiento como el teatro.

El 24 de julio de 1525 zarpa desde La Coruña la expedición Loaísa-Elcano con la intención de llegar a las Islas Molucas y abrir la ruta de las especias, descubierta poco antes en la primera circunnavegación al planeta. Es el propio Juan Sebastián Elcano el marino de esta nueva expedición, comandada por el noble García Jofre de Loaísa, que fijaría allí su residencia como Gobernador y Capitán General del archipiélago.

Pero los designios humanos son azarosos y de los siete barcos de la jornada solo la capitana, la nao Santa María de la Victoria, tras un año, tres meses y mil peripecias, conseguirá arribar a las Molucas. Durante su interminable viaje, mientras atraviesa el Pacífico, encontrará la muerte Loaísa, sucediéndole en el mando el marino de Guetaria, que cuatro días después, a comienzos de agosto de 1526, hallará digna sepultura a su grandeza en el más grande de los océanos.

Ya sin Elcano ni Loaísa aquella nao mantendrá una guerra con los portugueses durante largos años hasta que Carlos V vende las Molucas a Portugal por 350.000 ducados. Los escasos supervivientes volverán a España completando la segunda circunnavegación al planeta once años después de su partida. Entre ellos regresa Andrés de Urdaneta, que años más tarde abrirá el cerrojo del Pacífico descubriendo el tornaviaje que durante siglos surcará el galeón de Manila.

De aquellos siete barcos hay uno, la carabela San Lesmes, que en junio de 1526 se extravía en el sur del océano Pacífico y no se vuelve a tener noticia de ella. Hasta aquí no habría nada más que reseñar y esta carabela sería uno más de los barcos perdidos para siempre en los océanos. Y así ocurriría si olvidásemos lo que encontraron los exploradores que mucho tiempo después volvieron a esa olvidada zona de nuestro planeta. Pero lo vamos a recordar.

Expedición de Wallis a las Tuamotu, en la Polinesia, en 1767

Adelantemos la moviola del tiempo 241 años. Estamos en 1767. La expedición de Samuel Wallis llega a las Tuamotu, en la Polinesia. En la isla de Nukutavake, George Robertson, el maestre del Dolphin, se sorprende de la construcción de sus embarcaciones: «con el tablado unido por pequeñas maderas, y el armazón que recuerda a los nuestros» y habla de «redes hechas de la misma manera que en Inglaterra». Exactamente lo mismo dirá el guardiamarina William Hambly. En lo que se refiere a las mujeres de Tahití, es significativa la anotación de Robertson: «las había de color cobrizo, otras mulatas, pero también casi, si no del todo, blancas».

Poetua. Princesa tahitiana, John Webber, 1785.

El misterio de los diferentes colores de piel será una de las características de los tahitianos que más fascinará a Robertson: «Hay tres colores de piel aquí, y esto es lo más difícil de explicar de todo lo que hemos visto. Los cobrizos son diez veces más numerosos que los mestizos, que son un medio entre los más blancos y los cobrizos, y los mestizos son cerca de diez veces más numerosos que los más blancos».

Además, Robertson nota una jerarquía según el color de su piel. Los pasajeros de las canoas situados en los entoldados eran blancos, mientras que los remeros cobrizos. Robertson cree que esos blancos se asemejan a españoles o portugueses, y los cobrizos, por su lado, a los malayos. Tras su retorno a Inglaterra, los periódicos cantarán las maravillas de Tahití y hasta se harán eco de la existencia de mujeres pelirrojas.

Expedición de Louis de Bougainville a Tahití en 1768

El siguiente viaje en que nos detenemos es el de Louis-Antonie de Bougainville llega a Tahití en abril de 1768 y nos deja importantes relaciones: «Los salvajes parecen afables y desembarazados… algunos son mulatos, algunos blancos, otros cobrizos y otros negros…», escribirá el marinero Charles Fesche en su diario. En una de las canoas que se acercó al Etoile, un barco de esta expedición, iba un hombre con su hija, de unos 16 o 18 años. Para Pierre Caro, un oficial de este barco, era asombroso «como tan blanca y encantadora gente podía ser encontrada tan lejos de Europa, cuando los otros vistos durante el viaje eran negros y sin finura». Por su parte, el príncipe de Nassau-Siegen, que viaja en el Boudeuse, escribirá que las mujeres tienen «ojos grandes y bonitos, dientes atractivos, rasgos europeos y piel suave».

Mariscadoras de las islas Vavao, Felipe Bauzá, 1793, Museo de América, Madrid.

Por su lado, Bougainville será engalanado con una gola hecha de mimbre y cubierta con plumas negras y dientes de tiburón, que le recordará vivamente a aquellas del tiempo de Francisco I de Francia, la época de la San Lesmes. Escribirá: «Los habitantes […] se dividen en dos razas muy diferentes, pero que hablan igual, tienen las mismas costumbres, y parecen mezclarse sin distinción. La primera […] nada distingue su apariencia de un europeo, y si se vistiesen, y vivieran menos a la intemperie y expuestos al sol y la luna, serían tan blancos como nosotros; su pelo es en general negro. La segunda raza, de tamaño medio, tienen el pelo rizado como cerdas, y en color y apariencia parecen mulatos».

Bougainville también anota que la clase inferior va cubierta con taparrabos, mientras que los jefes llevan largos jubones hasta las rodillas. Tienen unas artes de pesca muy avanzadas, y también sofisticados útiles para fabricar su aparejo: «los cinceles que utilizan son exactamente de la misma forma que los que usan nuestros carpinteros». En los entierros baten sus castañuelas y llevan luto que cubre la cabeza con un velo. Tienen un dios superior, que no se asocia a ninguna imagen, y también dioses inferiores.

Casco español del siglo XVI, Museo de Nueva Zelanda, Wellington.

Cook, Commerson, Boenechea y Mourelle también apuntan a la Carabela San Lesmes

Pero la más interesante de todas las relaciones será la del botánico de la expedición Philibert Commerson. En ella propone que los tahitianos son una raza mixta entre los nativos y los náufragos de un barco español de las primeras exploraciones. Se basa en algunas costumbres: que los tahitianos conozcan el arte de anudar y hacer sus como los europeos; que hagan sangrías a los enfermos; que sus asientos se parezcan a los taburetes bajos de cuatro patas de nuestros carpinteros; que sus cuerdas y tanzas de fibra vegetal también sean muy parecidas; que usen trenzas, cestas, azuelas, hachas y ropa muy elegante para los hombres… «su pasión por pendientes y brazaletes, y algunas otras costumbres que individualmente no significan nada, pero consideradas en su conjunto, denotan imitaciones de maneras de Europa». Así, su conclusión es que hubo un naufragio español mucho tiempo atrás, que puede haber ocurrido «a cien o doscientas leguas de Tahití, nos han asegurado los lugareños».

James Cook llegará Tahití en 1769. El contramaestre del Endeavour, Robert Molyneux, comenta las costumbres religiosas de sus habitantes, que, silenciosamente se sientan, arrodillan y ponen de pie como lo harían los ingleses. Según el relato de Cook, los tahitianos tienen diferentes colores de piel: la raza superior se protege de los trabajos bajo el sol y son más altos y blancos, tanto como los propios ingleses que residen en las Indias, y algunas mujeres son, de hecho, prácticamente como las europeas. También toman nota de que uno de los instrumentos de sus bailes son unas castañuelas hechas con conchas de nácar, y Banks, botánico de la expedición, se sorprende, como anteriores viajeros, de que sus artes de pesca sean tan parecidas a las de los europeos. En la cercana isla de Raiatea asistieron a un espectáculo teatral, que les «recuerda mucho al teatro clásico inglés».

Teatro en la Polinesia. Dibujo de Sydney Parkinson, British Library, Londres.

La Expedición de Felipe González Ahedo a la isla de Pascua en 1770, por su parte, certificó el carácter caucásico de los pascuenses. Francisco Aguera, piloto de la fragata Santa Rosalía, nos brinda una reveladora descripción física: «su fisonomia en nada se pareze a los Yndios del Continente de Chile, Perú, y Nueva-España, siendo estos Ysleños de un color entre blanco, trigueño, y rubio, nada getosos [boca prominente], correspondiendo en todo más á europeos que a Yndios. Tan inequívoca descripción, será refrendada por Juan Hervé, piloto del navío San Lorenzo: «pelo liso barba cerrada, y no se parecen en nada a los Yndios del Continente de esta América, y si se vistiesen como nosotros, podrían pasar mui bien por Europeos».

Nos fijamos ahora en los viajes de Domingo Boenechea a Tahití de 1772 a 1774, que conllevarán la profundización de nuestros conocimientos sobre la Polinesia, al haber fundado España allí el primer asentamiento europeo. Somos testigos de un remedo de eucaristía, en la que reparten trocitos de cerdo asado en vez de pan; de la distribución étnica de sus habitantes, al modo de lo dicho por anteriores viajeros, y además hallarán una gran cruz en el atolón de Anna, cercano a Tahití. Su expedición encontrará múltiples ejemplos de indígenas rubios y de ojos azules, y un gran cuenco sagrado con cuatro patas fabricado en dolerita negra, el llamado umete, un objeto único en la Polinesia que sólo pudo ser tallado utilizando metal.

Entrevista en línea al autor de La Carabela de San Lesmes, Luis Gorrochategui, en un canal hispanista.

Por último, hacemos referencia a la expedición de Francisco Mourelle, que en 1781 descubre las islas Vavao, uno de los últimos paraísos vírgenes del Pacífico, situadas 2.000 km. al oeste de Tahití, y en la vertical de Nueva Zelanda, y que marcan el límite noroeste de la aparente zona de influencia de nuestra carabela. Encontramos otra vez indígenas con aspecto europeo, y muy avanzadas técnicas de construcción naval y agricultura.

Hipótesis de Martín Fernández Navarrete en el siglo XIX

Adentrándonos ya en el siglo XIX, nos topamos en 1837 con la primera hipótesis que identifica como la carabela San Lesmes al barco español supuestamente perdido en tiempos pretéritos. Será al marino e historiador Martín Fernández de Navarrete al que le corresponda postularla, por pura eliminación de posibilidades, en el intento de explicar el origen de la mencionada cruz encontrada en Anna. Y a partir de ahora los indicios de la presencia temprana de la carabela se multiplican.

El australiano Robert Langdon dedicó su vida a recopilarlos. Siguiendo su investigación, encontramos significativos datos de la impronta europea de los maoríes de Nueva Zelanda en distintos ámbitos. En lingüística, con palabras de probable origen español, como el vocablo “pero”, para referirse a perro, que sorprendió a varios investigadores. También el aspecto europeo de una proporción llamativa de maoríes y polinesios. Algo que salta a la vista, y que puso sobre la pista al investigador neozelandés Winston Cowie de la necesidad de una presencia europea en Nueva Zelanda previa a la llegada de Cook. También Langdon recoge un análisis genético realizado entre 1970 y 1972 en la isla de Pascua cuyos resultados apuntan al origen europeo de los pascuenses. Asimismo, encontramos restos materiales, como un casco español del siglo XVI encontrado en Nueva Zelanda, objetos de piedra, como el citado umete o la escultura de un pájaro, sagrada para los maoríes, que solo pudieron ser tallados con metal.

Arriba Umete. Museo Nacional de Antropología. Fotografía de Pablo Linés Viñuales. Abajo, Korotangi. Museo de Nueva Zelanda, Wellington.

Todos estos indicios, y muchos más que se recogen al detalle en La carabela San Lesmes. El viaje más épico de la historia, CRÍTICA 2022, nos llevan a la conclusión de que hay suficientes elementos como para tomarse muy en serio la hipótesis de la supervivencia de la tripulación de la San Lesmes, la proliferación de sus descendientes, y su influencia en la cultura del Pacífico sur. Estaríamos ante el caso más sorprendente de éxito de un grupo humano aislado durante siglos. Sin duda, un análisis genético in situ sería muy adecuado para resolver este enigma, cuando están a punto de cumplirse 500 años desde su comienzo.

Portada del libro Carabela San Lesmes. El Viaje más Épico de la Historia, de Luis Gorrochategui. Editorial Crítica.

Quién es Luis Gorrochategui Santos

Luis Gorrochategui Santos (La Coruña, 1960) se graduó en filosofía por la Universidad de Barcelona. Ha compaginado su labor docente con la investigación y ha publicado La Guerra de la Sirena. Nueva perspectiva de María Pita (2002), Contra Armada. La mayor catástrofe naval de la historia de Inglaterra (Ministerio de Defensa 2011), La Rebelión de los PIGS. La verdad oculta de la crisis y el saqueo del sur de Europa (2013), English Armada. The Greatest Naval disaster in English History (2018), Las derrotas inglesas en el Río de la Plata 1806-1807. Victoria decisiva en Buenos Aires (2018), Contra Armada. La mayor victoria de España sobre Inglaterra (Crítica, 2020) y numerosos artículos y colaboraciones. Actualmente prepara su tesis doctoral acerca de los presupuestos de la historiografía sobre España.