A menor inversión, mayor calidad

    Esta parece ser la consigna del actual Gobierno del Estado en lo relativo al Sistema Universitario español. Bajo la máxima de “cambia radicalmente todo lo anterior, porque nada vale”, los estudios universitarios se verán afectados, grave y profundamente, por la nueva concepción que impondrá el nuevo Ministerio. Y con un recorte de tres millardos de euros (3.000.000.000 €) se pretende, no sólo acabar con todos los males que aquejan al Sistema Educativo español, sino que, además, se pretende situarlo en unos estándares de calidad “que nos hagan competitivos”.

    Se aprovecha, en suma, que los Mercados nos están “poniendo firmes” para tomar medidas que, al menos, son discrecionales, discutibles y que, en cualquier caso, no entran en la raíz de ninguno de los problemas que se quieren combatir.

    El debate sobre qué tipo de Enseñanza es por la que se apuesta en España es inacabable, por “inabordado” -sospecho que utópicamente abordable. En el sistema universitario, en particular, se han dado pasos hacia una universidad “democrática” (en varios sentidos: al menos, en sus gobiernos y en su acceso desde la ciudadanía), que no termina de lograrse porque, cada cierto tiempo, se reabre el “debate de la calidad”, que lamentablemente no sé porqué ha de confundirse con exclusivista.

    Cuando en nuestro territorio autónomo hemos logrado acercar la universidad a la sociedad (de manera evidente en lo que respecta a cercanía física, teniendo una universidad, al menos, en cada provincia), en vez de congratularnos por estos resultados, lo que hacemos es rasgarnos las vestiduras y llorar amargamente la ausencia de una universidad competitiva. ¿A qué nos estamos refiriendo con estas palabras que, por sonoras, no se pueden aquilatar para un sosegado debate?

    Para empezar, la universidad pública tiene un gran problema: a partir del próximo año será sólo pública al 75%, pues los alumnos -sus familias, en la mayoría de los casos- han de afrontar el resto. Hasta ahora se ha venido pagando un 15%.

    Un segundo problema de la Universidad es lo inadecuado de su respuesta desde el punto de vista de las salidas profesionales: por un lado, el estudiante no está motivado con las perspectivas laborales, y por el otro, el mundo de la empresa parece pedirle respuestas a la universidad que, en algunos casos, están más allá de sus posibilidades.

    Un tercer problema de la universidad es el de mantener una flexibilidad que le permita jugar con el margen que debe lograr la generación de un saber democrático, una formación generalista y generalizada para el grueso de la sociedad, y, a su vez, lograr la formación de excelentes profesionales en la creación y difusión del saber. Esto se pretende desde la estructura actual de grados (los que durante cuatro años deben dar un pátina de brillo al estudiante) y posgrados -másteres y doctorados- (que son los que deben llevar a la excelencia).

    Un cuarto problema es el de “descubrir para qué vamos a clase”, tanto alumnos como profesores. Los primeros se mueven en unos niveles de fracaso académico que hacen estremecer con la lectura de cualquier informe. Los segundos siguen cayendo en el pecado de reflejar en la falta de sacrificio, por parte de los estudiantes, el fracaso de unos contenidos que no se incorporan sino en la enésima convocatoria.

    Un quinto problema es la gestión universitaria: adolecemos de herramientas que nos permitan conjugar, en un mismo profesional, dimensiones como la de docente-investigador-gestor, sin la permanente amenaza de “perder el tiempo” en la formalización de impresos y envueltos en procesos burocratizados en extremo. O dicho de otro modo, nos obliga a asumir tareas para las que nunca se hemos sido formados.

    Sin duda, hay muchos más problemas. Incluso, habrá quien afirme que alguno de los que acabo de enunciar no son problemas reales. Pero ésa es buena parte del estado de la cuestión: siempre nos estaremos moviendo en modelos (teóricos), mientras que el problema sigue siendo que de lo que no disponemos es de medios materiales que nos permitan llevarlos adelante. Y aquí es donde entran en juego los millardos de ahorro del ministro y su lema, que viene a rezar más o menos así: gastando menos, obtendremos mejores resultados. Paradójico, ¿no? Tautología: sin asignación presupuestaria no hay logros.

    Estamos, sin ningún género de duda, ante un ejemplo más de una persona (un equipo, sin duda) que desconoce en buena medida la realidad (universitaria), pero que tiene los medios (recorte de prestaciones) para intervenir en ella. Malos tiempos se avecinan cuando, para salir de una situación de “empantanamiento”, con el barro por encima de las rodillas, el recurso es clavar las espuelas en los cuartos traseros de la bestia que nos transporta.

    De acuerdo en una cosa: de la situación en la que estamos se sale ahorrando, no malgastando; pero, sobre todo, se sale optimizando los recursos de los que disponemos. No basta que las grandes cifras cuadren. Es imprescindible que los pequeños detalles apunten la coherencia de los grandes números: los profesionales deben encontrarse acogidos por la administración a la que sirven y de la cual forman parte central. La senda del recorte y el miedo amenazante no puede llevar a buen puerto. Porque el objetivo no puede ser únicamente el salir de donde estamos; más bien ha de ser apuntar hacia dónde queremos ir… lo cual no siempre coincide con el “hacia dónde nos llevan”.

    Estoy seguro de que, en efecto, con menos dinero se pueden hacer cosas mejores, pero colegiadamente y, sobre todo, cargados de ilusión. Una ilusión que sólo se puede conseguir si se alcanza a percibir que, en esta singladura, todos somos esenciales para el éxito colectivo en un proyecto social que es el de todas las personas implicadas; y no que nuestras acciones sólo respondan a los dictados de intereses impuestos por terceros y que no tenemos compartidos. p

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