Artículo de Enrique F. Sicilia Cardona. Autor del estudio La Guerra de Portugal y Vocal de Medios de ASEHISMI (Asociación Española de Historia Militar).
Durante el siglo XVII, la Monarquía Hispánica se vio envuelta en diferentes guerras y crisis que fueron horadando su privilegiada posición como primera potencia mundial. La Corte de Madrid dominaba no solo las antiguas posesiones heredadas de las coronas de Castilla y Aragón, sino que atesoraba también los considerables territorios ultramarinos que poseía el reino de Portugal, tras la proclamación de Felipe II como rey luso, en las Cortes de Tomar de 1581.
Nació así el primer imperio global de la Humanidad con plazas fuertes y recursos disponibles en toda la terra cognita que eran comercializados y distribuidos por las flotas peninsulares a lo largo de los océanos Atlántico, Índico y Pacífico. Todo ello iba a sufrir un brusco despertar tras la revuelta bragancista del 1 de diciembre de 1640, donde partidarios del VIII duque de Bragança, el acaudalado D. Joâo, irrumpieron en el palacio real de Lisboa y defenestraron al representante de la Monarquía Hispánica, Miguel de Vasconcelos. Días después era aclamada la nueva dinastía reinante y comenzaba así la guerra de Portugal.
Primera fase de la Guerra de Portugal (1640-1648)
Los portugueses rebelados, pues no todos siguieron al unísono este levantamiento en el reino vecino, tuvieron dos objetivos principales durante estos primeros años. El primero fue legitimarse ante los suyos y conseguir apoyos foráneos para apuntalar su rebelión y, por supuesto, en segundo lugar conseguir formar un ejército competente que pudiera afrontar con garantías las campañas venideras y reforzar sus fortalezas fronterizas, para dificultar las probables incursiones o invasiones desde Castilla.
Y ambos fueron cumplidos por los lusos, ya que la Monarquía Hispánica se veía inmersa en varios conflictos importantes en teatros exteriores como Flandes o Lombardía, dentro ya de la luego llamada Guerra de los Treinta Años (1618-1648), y en el interior de Cataluña, que con ayuda francesa también se había sublevado antes en al annus horribilis de 1640.
En la Corte de Madrid se consideró finalmente que era más significativa la amenaza de escisión catalana y hacia esa geografía se desviaron las mejores tropas peninsulares, dejando a Portugal opacado y en segundo plano estratégico. Esto fue un grave error que propiciaría el apuntalamiento progresivo de D. Joâo, como nuevo rey de Portugal, y permitiría incluso la depredación constante de las localidades castellanas fronterizas, en un tipo de guerra violenta, saqueadora y frecuente.
En esta primera fase, los rebeldes bragancistas se atrevieron incluso a penetrar con fuerza en Castilla durante la campaña de 1644 que terminó en el llamado encuentro de Montijo, una localidad cercana a Badajoz. La batalla campal tuvo varias fases y gran mortandad, con una finalización donde los portugueses se retiraron hacia su propio territorio, malparados claramente por la caballería del barón de Molinghen, pero recuperando al menos su artillería perdida. Dos años después, de nuevo intentaron otra incursión importante hacia la propia Badajoz, que se volvió a saldar con otra derrota táctica, tras su luchada retirada del fuerte de Telena.
Mientras ocurrían estos embates en la península, siempre teniendo Felipe IV predilección por el teatro catalán, en Europa se llegaba al término de la guerra de los Treinta Años con el tratado de paz de Westfalia (Osnabrück y Münster) en 1648, que otorgó la ansiada independencia a los neerlandeses de la Provincias Unidas, entre otras cosas.asedio de Badajoz 1658
Segunda fase de la Guerra de Portugal (1648-1659)
El segundo periodo tuvo una desescalada de operaciones relevantes, salvo algunos encuentros de la móvil caballería, hasta que la Monarquía Hispánica conquistó la importante plaza fuerte de Olivenza en 1657. Antes se había encarrilado el problema catalán con la toma de Barcelona en 1652 por Don Juan José de Austria, aunque Francia seguía luchando, por la preponderancia en el Continente, en los teatros principales de Flandes y Lombardía.
Precisamente en apoyo de eso, fue muy relevante la alianza entre Inglaterra y Francia que provocó más tarde la decisiva derrota de las Dunas durante 1658, la cual provocó la caída del sistema defensivo hispánico en Flandes, y finiquitó la cuestión un año después con el tratado de los Pirineos. En dicha paz, Felipe IV tuvo que ceder el Rosellón, el condado de Artois y algunas plazas fronterizas, además de ofrecer la mano de su hija, María Teresa de Austria, al rey Luis XIV.
A su vez, en la Raya, la Monarquía Hispánica luchaba conjuntamente para conquistar las importantes plazas fuertes lusas de Elvas (Alentejo) y Monçao (Alto Miño). En la primera sufrió un estrepitoso fracaso, con el socorro portugués el día 14 de enero de 1659 que desbarató la línea de circunvalación hispánica dirigida por el favorito del rey, Luis de Haro. Mientras, en la segunda, tras un asedio de cuatro meses, el triunfo sonrió a las armas hispánicas dirigidas por el marqués de Viana, alegrando un tanto a la corte madrileña con este suceso favorable.
Tercera Fase (1659-1668)
Con los frentes exteriores cerrados, Felipe IV pudo, por fin, centrar los esfuerzos bélicos enteramente en la recuperación de Portugal. El encargado de esta complicada empresa sería su hijo bastardo, Don Juan José de Austria, veterano y todavía con cierto ascendiente sobre sus cabos y tropas.
El problema ahora era que igual el momento idóneo para realizarlo ya había pasado. El reino bragancista había apuntalado su legitimación dinástica, había fortalecido durante décadas sus plazas abaluartadas, su ejército -organizado en tres escalones- estaba a un nivel táctico adecuado y contaban, por si fuera poco, con las gravitantes alianzas de Inglaterra y Francia para sostener su causa. Por último, ante la probable acometida hispánica, lucharían en terreno propio con las ventajas inherentes de comunicaciones, información y pertrechos que esto significa.
En 1661, Don Juan José tomó las plazas de Arronches y Alconchel para, ya al año siguiente, conquistar Juromenha, importante enclave luso junto al río Guadiana. Campeando a sus anchas por el Alentejo, el bastardo real llegó a conquistar Évora en 1663, principal ciudad portuguesa de la región y generar así una alarma considerable para la corte lisboeta.
Si Don Juan José llega a disponer, en esta campaña, de una armada pujante o muchos más hombres hubiera podido reproducir, quizás, la triunfal campaña de III duque de Alba en 1580 hacia Lisboa, pero no fue así. Aislado y con el tórrido verano cercano decidió retirarse hacia Castilla, con su tren de bagajes y el inconveniente de custodiar miles de prisioneros lusos, siendo interceptado en Ameixial por las fuerzas aliadas al mando del conde Vila Flor y el mariscal Schomberg.
La derrota, un 8 de junio de 1663, fue finalmente estrepitosa y decisiva para, casi extinguir, las posibilidades de mantener la Unión ibérica. Dos años más tarde, el último impulso hispánico al comando del III marqués de Caracena, sucumbió igualmente en la batalla de Montes Claros, postrera acción general ofensiva de los aclamados Tercios. La guerra en sí había acabado, sin embargo transcurrieron aún tres años más de operaciones menores sin ventaja determinante para nadie.
El golpe de gracia se produjo lejos de la península, con el nuevo empuje francés sobre Flandes (ver la guerra de la Devolución de 1667-1668), que influyó claramente para que la corte madrileña se aviniese a firmar el tratado de Lisboa en 1668, y certificara la independencia de Portugal.
Fin de la unidad
La ruptura definitiva de la unidad peninsular conseguida por Felipe II tiempo atrás, fue lo más destacado de esa paz, independientemente del resultado final de la larga guerra de casi 28 años. Después de ese agrio resultado final para la Monarquía Hispánica, con el correr de los años, la convivencia social y comercial del primer imperio global de la Humanidad fue sepultada en el olvido (salvo los seguidores de la denominada corriente iberista), algo extraño para un servidor, pues debe ser un acontecimiento que tenga más peso en la presente historiografía nacional por su gran transcendencia histórica.
Es difícil elucubrar en esto por los avatares transcurridos, pero es evidente que perdimos mercados mutuos muy lucrativos y presencia mundial en el globo con la desunión firmada en 1668, y que juntos, tanto nuestra España actual como Portugal, hubieran sido más preponderantes en la política y economía internacional, como faros ambos de la anterior globalización acaecida entre los siglos XV a XVII.