La catarsis que no tendremos

    En estos días he tenido muchos ratos de aeropuerto, ratos en los que leer y pensar se convierten en la mejor ocupación. Particularmente, en las últimas horas, merced a los retrasos de diversas compañías y a la presencia salvadora de mi ipad, he estado leyendo el libro de Luis Garicano, El dilema de España. No lo he terminado aún (cuando lo haga lo comentaré en estas paginas), pero he avanzado lo suficiente como para comprender el diagnóstico que hace. Este es muy similar al de César Molinas o al de Curro Ferraro. Tal vez, como contribución más relevante, yo señalaría el relato que hace de la nefasta herencia que ha dejado la corrupción y el papel perverso que esta juega en la parálisis institucional en la que se encuentra embarrancado nuestro país.

    Y es que, si lo pensamos con un poco de calma, coincidiremos que es bastante sorprendente las pocas cosas que hemos cambiado, a pesar de reconocer todo el mundo la profundidad de los problemas a los que nos enfrentábamos. A lo largo de estos años de crisis se han prodigado los mensajes lamentando (y anunciando) los sacrificios que era necesario acometer y los estragos sociales que estos provocarían. También han proliferado los vendedores de optimismo, esos que nos decían que en chino la palabra crisis se escribe utilizando los ideogramas de cambio y oportunidad. Pues bien, así será seguramente, pero en España cambios no ha habido demasiados y las oportunidades que hubiere, las estamos perdiendo. Haré un poco de memoria y que el lector me corrija si estoy equivocado:

    • Reforma laboral, en la que se ha retocado la negociación colectiva, pero en la que no se ha hecho apenas nada para combatir uno de los problemas que arrostra nuestro mercado de trabajo desde los 80: la dualidad; la terrible diferencia entre ser fijo (y estar a salvo en la ciudadela del empleo) o ser eventual (y estar condenado a enlazar contratos temporales mal pagados en el mejor de los casos y con nulas posibilidades de estabilizarse y hacer planes a largo plazo).
    • Ley de Transparencia: de poco calado y sorprendentemente parca a la hora de exigir la rendición de cuentas.
    • Reforma de las administraciones locales, que ha servido para dotar de mayor peso a las diputaciones, entes que precisamente se encontraban en el ojo del huracán.

    En el fondo, pareciera que nuestra clase política ha realizado pequeños cambios cosméticos con el fin de que parezca que se están moviendo pero que, en realidad, se han limitado a mantener el statu quo (la teoría de la reina roja: que todo se mueva para que nada cambie).

    Los hechos, como diría Timothy Garton Ash, son subversivos, y lo cierto es que la estructura administrativa del Estado apenas ha sufrido cambios. No se ha hecho nada para garantizar la independencia del poder judicial y, por el contrario, se ha reforzado el control sobre organismos supuestamente independientes como las agencias de la competencia, del mercado de las telecomunicaciones o de la electricidad; se ha amagado con una reforma universitaria que seguramente pasará a dormir el sueño de los justos, y prácticamente nada más.

    España debiera haber acometido una catarsis. La situación en 2009 requería un pacto de Estado y la aplicación de reformas de toda índole. Pero, en lugar de eso, los partidos mayoritarios siguieron enfrascados en sus cálculos cortoplacistas, demostrando que sus cuadros están formados por políticos de medio pelo y no por estadistas.

    Lo cierto es que, siendo triste, no es demasiado sorprendente. ¿Acaso es normal que apenas haya habido dimisiones a raíz de los casos Bárcenas o ERE, solo por citar uno de cada partido? En cualquier otro lugar del mundo civilizado, las dimisiones y los ceses hubieran sido muchos, y muy rápidos. Es un síntoma claro de la incapacidad de los partidos para interpretar correctamente los designios de la sociedad o los retos de futuro a los que se enfrenta el país. Sólo así se entiende también la sorpresa que les ha producido el fuerte incremento de los partidos de nuevo cuño en las recientes europeas (y el éxito de la expresión “los partidos de la casta”). La sociedad comienza a estar harta de esta clase política que no está dispuesta a someterse a un escrutinio más intenso por parte de los votantes, que no explica sus decisiones y que demuestra un inmenso desprecio hacia la transparencia y a la propia democracia.

    Su estrategia ha sido la de ganar tiempo. Lo hizo Zapatero y lo hace Rajoy. Hay síntomas de mejoría en lo económico y, si se confirma la recuperación, habrán ganado la partida. Saldremos de la crisis con un par de remiendos institucionales pero sin haber cambiado nada de forma drástica. Ellos, los políticos de la casta, pensarán que han ganado la partida y seguirán con sus cuitas de medio pelo. Mientras, el país habrá perdido una oportunidad histórica: los sacrificios de la sociedad habrán servido de bien poco y nos condenaremos (sí, primera persona del plural) a una nanidad económica de la que solo escaparán, casualmente, los pocos privilegiados que puedan escapar de España.

    Artículo extraído de Capeando el Temporal.

     

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